jueves, 8 de octubre de 2009

Imagen de la desesperación


Crítica de arte que publiqué el mes pasado:

Francesca Woodman
Del 8 de septiembre al 24 de octubre de 2009
La Fábrica Galería. Madrid




La Fábrica Galería, de Madrid, ofrece una breve muestra del trabajo de la artista norteamericana Francesca Woodman, cuya breve existencia fue suficiente para apuntar un complejo y poético mundo propio, por momentos genuinamente conmovedor. Los fantasmas personales se encarnan en el cuerpo humano y se proyectan más allá de sus límites, en entornos de belleza alienada.

Imagen de la desesperación

A principios de este mismo año, el murciano Espacio AV presentaba una amplia retrospectiva de la obra de Francesca Woodman (Denver, EEUU, 1958 – Nueva York, EEUU, 1981), una de las raras artistas sobre la que la expresión “de culto” puede aplicarse sin temor a caer en la hipérbole (en el tópico, ya es otro cantar). En aquella ocasión se presentaba más de un centenar de obras, lo que incluía fotografías, vídeos y una instalación. La actual propuesta de La Fábrica posee una escala menos ambiciosa (quince fotografías, además de un puñado de vídeos agrupados en “Selected Video Works, 1975-1978”), aunque la excelente selección ofrece un más que razonable acercamiento a la obra de la artista norteamericana.

Educada en un medio artístico (sus padres, que hoy gestionan un legado de unas 800 imágenes, son también artistas que gozan de cierto reconocimiento), Woodman comenzó a desarrollar con sorprendente precocidad un imaginario decididamente alejado de las corrientes imperantes en el momento. La subjetividad rabiosa de su producción refleja bien un carácter sensible e individualista, casi ensimismado, que bebe copiosamente de las fuentes del surrealismo y otras vanguardias de las primeras décadas del siglo XX. En efecto, no resulta difícil identificar los vínculos de parentesco entre las fotografías de Francesca Woodman y la obra de un Man Ray o un Magritte, en su voluntad de experimentación con los medios expresivos a su alcance y la marcada tendencia a materializar los laberintos de la psique individual. Sin embargo, frente al sentido del humor un poco salvaje, a veces cruel, de la mayor parte de los surrealistas, por las vetas del trabajo de Woodman se filtra casi siempre (y muy posiblemente a su pesar) una dolorosa hipersensibilidad que da lugar a instantes poéticos de enorme fuerza, y que a menudo recogen la adhesión inmediata, visceral del espectador. No cabe descartar en el estatus actual del que disfruta la obra de Woodman la influencia de su muerte trágica y temprana (se quitó la vida con veintitrés años, arrojándose desde la ventana de un piso neoyorquino): el fenómeno es conocido, y posee tantos precedentes que enumerar unos cuantos resultaría de una banalidad imperdonable. Pero la capacidad de empatía de sus fotografías es una realidad positiva, y su alcance muy superior al de un simple mito instantáneo para consumo de adolescentes y demás pre-iniciados.

Entre las imágenes recopiladas por La Fábrica no faltan algunas de las que constituyen el sello de la creadora norteamericana. Los apartamentos vacíos, degradados, de paredes craqueladas y papel pintado hecho jirones, en los que la artista se muestra desnuda, sugiriendo alternativamente que es una parte más del desvencijado mobiliario o un fantasma que habita el inmueble. El propio cuerpo que por una parte se ofrece al descubierto, podría pensarse que sin pudor, pero por otro aparece velado por planchas de vidrio, por envoltorios plásticos, por opciones técnicas que incluyen largos tiempos de exposición difuminadores de rasgos y contornos. La contradicción entre la necesidad de mostrarse a los demás mientras se aspira a un espacio propio e impenetrable para el otro.

Suele resaltarse también la paradoja según la cual, en casi todas sus instantáneas, la propia Woodman está presente “pero al mismo tiempo no lo está”, refiriéndose, es previsible, al hecho ya mencionado de que su cuerpo se integra hasta mimetizarse con los deteriorados espacios que lo acogen. Quien escribe estas líneas no puede sin embargo estar de acuerdo con tal idea, al menos en su literalidad: lo cierto es que resulta imposible estar más presente de lo que Woodman está en sus imágenes, hasta el punto de que esas estancias lúgubres pero bañadas de luz adquieren la cualidad de una proyección mental. El espacio, por tanto, dimana del ánimo del individuo y no al revés, y el cuerpo (que en gran medida es también una proyección de la mente que lo rige) adquiere la categoría de elemento central en un determinado sistema de signos.
Al contrario que Zoe Leonard, por ejemplo, que también se ha mostrado interesada en fotografiar bajo claves poéticas la decadencia de los espacios interiores, no puede rastrearse en Woodman enfoque sociológico alguno. El concepto de “yo” resulta restrictivo al máximo y se aplica con todas sus consecuencias. Entre otras, una acusación de narcisismo que, por otro lado, es lo primero que se apresuran a negar los críticos y apologistas. En otro orden de cosas, la abundante piel humana que muestran estas fotografías no constituye una frontera, sino más bien un foco que, desde su extraña conciencia a veces estatuaria (uno de los vídeos seleccionados por La Fábrica se muestra bastante elocuente al respecto), parece irradiar todo el espacio que lo rodea, un espacio concebido a imagen y semejanza de la desesperación que lo invade. Esta desesperación vital, esta frustrada voluntad por llegar a un acuerdo de mutua convivencia con un entorno hostil, podría ser lo que otorga a la obra de Francesca Woodman toda su belleza, y lo que afianza la atracción que las nuevas generaciones experimentarán al aproximarse a ella.

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