lunes, 19 de octubre de 2009

Monumento surrealista


Crítica que que publiqué a principios de mes, sobre la exposición dedicada a "Un perro andaluz" de Buñuel en la Tabakalera de San Sebastián.

Coincidiendo en sus primeros días con el Zinemaldia, la Tabakalera de Donostia dedica su última exposición a “Un perro andaluz”, cortometraje dirigido hace ochenta años por Luis Buñuel que se configura como una obra fundamental en la historia del cine en particular y del arte en general.


Monumento surrealista

A lo largo de su extensa carrera como director de cine, Luis Buñuel (Calanda, 1900 – México D.F., 1983) engendró una filmografía de una riqueza y excelencia prácticamente inabarcables, pródiga en obras maestras. A partir de la segunda mitad de los años sesenta del pasado siglo, su nombre era ya incluido entre los grandes de la historia del cine, y los productores le confiaban presupuestos de cierta holgura que dieron lugar a cintas de la inventiva visual y narrativa, la perfección técnica y la resonancia artística de “Belle de Jour”, “La vía láctea”; “Tristana” o “El discreto encanto de la burguesía”. Sin embargo, existe el acuerdo generalizado de que sus mejores trabajos los había realizado antes, en condiciones bastante más precarias, con limitaciones financieras y a menudo disponiendo de actores y decorados de categoría ínfima o, al menos, inadecuada para representar unos ámbitos burgueses que el cineasta tan bien conocía. “Los olvidados”, “Él”, “Ensayo de un crimen”, “Nazarín”, “Viridiana” o “El ángel exterminador”, entre otras, ofrecen un generoso e insólito mosaico psicológico-sociológico, con los mecanismos del deseo como variable subyacente, además de un admirable ejemplo de coherencia en la aplicación de ciertos parámetros de estilo: renuncia a la belleza formal gratuita, profunda elegancia en el uso de la cámara, primacía de la eficiencia narrativa, máxima expresividad del plano.

Pero aún antes de eso, en los tiempos álgidos del movimiento surrealista, fue concebida y ejecutada esta “Un perro andaluz” que ahora nos ocupa. Se ha escrito mucho sobre el universo buñuelesco, la mayor parte de lo cual fue abiertamente denostado y ridiculizado por el propio interesado, pero quizá no resulte tan redundante recordar la trascendental importancia artística de su primer esfuerzo creativo.

El guión de la película, en realidad un cortometraje de poco más de un cuarto de hora, fue escrito por Luis Buñuel y Salvador Dalí en la breve época en la que ambos se encontraban en plena comunión artística e ideológica. La heterodoxa metodología empleada se acercaría a lo que hoy conocemos como brainstorming, y se basaba en la escritura automática, de gran predicamento entre los escritores surrealistas. El objetivo era, al parecer, seleccionar aquellas ideas que generaran una conmoción inconsciente, descartando cualquier posibilidad de explicación racional. El resultado se mofa de las convenciones narrativas -ver los intertítulos con arbitrarias acotaciones temporales como “ocho años después” o “en primavera”- para presentar un radical imaginario (mutilación del ojo, espumarajos manando de una boca, hormigas emergiendo de una mano, burro en descomposición) erigido sobre dos grandes pilares: el sexo y la muerte. Es posible que su transparente voluntad por epatar al burgués y la futilidad de parte de su simbología (que, como el tiempo demostraría, cabe atribuir en mayor medida a Dalí que al cineasta aragonés) hayan mermado la capacidad subversiva y la garra de “Un perro andaluz”. Por otra parte, muchas de sus premisas serían desarrolladas con mayor sutileza y rigor en “La edad de oro”, ya realizada en mejores condiciones de producción gracias al mecenazgo de los vizcondes de Noailles. Pero no hay que olvidar que con su aparición se abrió la puerta nada menos que a una nueva concepción del cine, que constituía una alternativa a las fórmulas estrictamente narrativas que ya comenzaban a imponerse, y que han constituido la vía mayoritaria desde entonces. Pero no sólo eso: de Buñuel no han salido únicamente Carlos Saura o David Lynch, entre otros cineastas de primera fila, sino también Bill Viola, Pipilotti Rist o Matthew Barney. Es incalculable lo que el vídeoarte en tanto que disciplina específica debe a “Un perro andaluz”, por mucho que este legado haya sufrido dolorosas trivializaciones. Y esto es algo que siempre resulta oportuno tener presente.

La donostiarra Tabakalera no se olvida de tal circunstancia, y decide situarla en el núcleo mismo de esta exposición-homenaje con motivo del 80 aniversario del estreno este monumento surrealista. Sepultada bajo el peso de la posterior obra de Buñuel, “Un perro andaluz” rara vez ha sido objeto de un análisis individual tan exhaustivo como el emprendido en esta ocasión. Además del propio filme en una versión restaurada, se expone abundante documentación complementaria, desde recortes de prensa hasta entrevistas sonoras con Buñuel y Dalí o fragmentos de otras películas. El impresionante montaje vuelve a explotar con sabiduría las posibilidades del edificio para crear un denso clima acorde con el universo buñueliano.

Un último apunte: en los tiempos que corren, cuando en el último festival de Cannes uno de los más personales directores del cine actual fue furiosamente acusado de monstruo misógino, sádico y demente debido a un par de secuencias de tortura y mutilación, conviene recordar que, en la lejana fecha de junio de 1929, Buñuel acudía al estreno de su primera cinta en el Studio des Ursulines de París con piedras en los bolsillos, preparado para una acogida más que hostil del público. La precaución no era descabellada ante un derroche de Eros y Tanatos que, se dice, llegó a provocar abortos entre las espectadoras. Cuesta imaginar cómo debía percibirse en aquella época, por ejemplo, la representación realista del seccionamiento de un ojo humano en primer plano, la célebre secuencia inicial. “Un perro andaluz” fue, sin embargo, un éxito instantáneo y recibió toda clase de alabanzas. Parece que, en cierto sentido, no hemos evolucionado tanto como nos gustaría creer.

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