jueves, 29 de octubre de 2009

El más raro de los directores


La Filmoteca nos regaló la semana pasada una proyección de “Senso”, película dirigida en 1954 por Luchino Visconti, basándose en una novela de Camillo Boito, con guión propio y de Suso Cecchi d’Amico y con la colaboración de lujo de Tennesse Williams en los diálogos. La película, que transcurre en 1866, durante los últimos coletazos de la ocupación austriaca sobre el norte de Italia, narra la historia de una condesa que se enamora perdidamente de un soldado ocupante, un tipejo que se detesta a sí mismo por el que llega a traicionar a la causa nacionalista, y que la chulea sin piedad. Muchos entienden esta obra como un ensayo de la posterior “El Gatopardo”, la obra maestra del director, rodada nueve años y tres películas más tarde. A mí me pareció de todos modos maravillosa de principio a fin: si así fueran todos los ensayos, no harían ninguna falta los estrenos definitivos.

Hace poco hablaba en este blog sobre la capacidad de Visconti para crear atmósferas en contextos históricos. Por mucho decorado que utilice, con Visconti todo parece real, desde los muros húmedos de una mansión veneciana hasta el último broche que lleva prendido una figurante. Si algún objeto aparece en cuadro (y aparecen muchos, muchísimos objetos) no sólo sirve para proporcionar más información acerca del entorno descrito, sino que además uno siente que ha sido utilizado para su fin natural, y que seguirá siéndolo, es decir, que no forma parte de un simple atrezzo. Y todo esta cargado de una extraordinaria energía, y gracias a ello es como el director italiano logra contagiarnos su fascinación por el mundo que retrata. Además, Visconti consigue milagros impensables, como que el californiano Farley Granger dé perfectamente el pego como oficial austriaco, o que no nos distraiga en absoluto el hecho de que todos sus diálogos con la otra protagonista, Alida Valli, se ejecuten en inglés pero hayan sido doblados al italiano.

Durante mucho tiempo, Visconti realizó el tipo de cine que yo por lo general detesto, lo que podríamos llamar cine “de ilustración”, el que toma un texto y un mundo ajenos (normalmente, de un novelista) y lo reproduce con la mayor fidelidad y pulcritud posible. La mayor parte de las películas que siguen este patrón no me interesan en absoluto: por desgracia, es el que más abunda aún hoy en día. Mis directores favoritos (de Buñuel a Bergman, de Hitchcock a Dreyer) se caracterizan por haber hecho justo lo contrario; contaban sus propias historias o, si adaptaban una preexistente, la llevaban a su terreno hasta hacerla prácticamente irreconocible, y no reflejando en el resultado otra cosa que a sí mismos. Sin embargo, Visconti hace tan bien su trabajo, es capaz de cumplir con sus premisas con tal perfección y hasta tal extremo, que no sólo lo considero el mejor director “ilustrativo” que ha habido nunca, sino un genio de la historia del cine, sin matiz alguno. Hasta que llegó Visconti, nadie había llegado tan lejos en su ámbito, y por supuesto nadie ha vuelto a hacerlo después. Por eso pienso que es el más raro de los directores, y el más contradictorio, y quizá también el más retorcido.

miércoles, 28 de octubre de 2009

Frank Lloyd Wright en el Guggenheim


Aproveché que iba a Bilbao el fin de semana pasado para ver la exposición sobre el arquitecto norteamericano Frank Lloyd Wright en el museo Guggenheim. Lloyd Wright es uno de los grandes arquitectos del siglo XX, famoso por obras icónicas y visionarias como la casa de la cascada o las prairie houses, que pretendían establecer las bases de un estilo específicamente americano, emancipado del clasicismo grecorromano predominante en su país. A pesar de sus sensatas teorías estéticas, que propugnaban sobre todo la búsqueda del equilibrio con la naturaleza, también fue un personaje complicado y tormentoso: su vida privada estuvo plagada de escándalos (entre los que no faltó un horrendo crimen cometido en Taliesin, su mansión campestre), se casó en tres ocasiones y fue un buen ejemplo de padre-Saturno devorador de sus propios hijos. Sobre todo esto trata el artículo que he publicado en la edición española de Vanity Fair (pp. 112 y 113) cuya lectura, cómo no, recomiendo vivamente. Todos al kiosco a comprar VF, que este mes viene cargadito.

El caso es que la exposición del Guggenheim está bastante bien. Resulta pulcra, instructiva y muy correctamente montada. Hay maquetas, planos y fotografías de las principales obras del arquitecto, además de unos cuantos vídeos. El mejor de ellos es un maravilloso reportaje sobre la inauguración del Guggenheim de Nueva York (hoy en día quizá la creación más conocida de Lloyd Wright) en el que se ofrece un festival sobre el concepto del estilismo y la sofisticación en los años 50 del pasado siglo. Los colores saturados de la película hacen perfecta justicia a la tonalidad rabiosa de las telas y los maquillajes de los asistentes al evento.

Sólo se me ocurre un pero a la exposición, aunque no carece de importancia. Hay tanta documentación de proyectos finalmente no materializados, tantos planos, dibujos, montajes y maquetas de unas obras tan raras y creativas que jamás se construyeron (una casa familiar dividida en módulos sobre un pináculo, un centro lúdico compuesto por enormes boles recubiertos por caparazones semiesféricos de cristal, imágenes que remiten a los tebeos de Los Supersónicos) que uno sale del museo sin poder evitar una cierta frustración. Un efecto parecido al de la estafa, aunque sería inexacto y poco justo afirmar que el museo bilbaíno o el comisario de la exposición (nada menos que Thomas Krens) nos están estafando. Pero quienes leéis esto seguramente me entenderéis: el espectador necesita su final feliz después de las promesas, y en arquitectura el final feliz consiste en un flamante edificio que se yergue despreciando a todos los que insinuaban que aquella excentricidad no era posible.

jueves, 22 de octubre de 2009

Momentazos en la Filmoteca


Una experiencia inolvidable, el pasado domingo en la Filmoteca Española. Había ido a ver “El cant dels ocells”, del director catalán Albert Serra, que fue la única película española presente en el festival de Cannes del año pasado. Serra ya consiguió que su primera película, “Honor de cavalleria”, entrara en la exclusiva lista de las mejores películas del año 2007 para la edición francesa de Cahiers du Cinéma, mientras que en España fue más bien ignorada.

Incluso los que no estén demasiado familiarizados con el cine catalán, quizá relacionen el nombre de Albert Serra con ese treintañero con flequillo y bigote que realiza afirmaciones como que sus películas son mejores que el 99,8% de todo lo que se estrena, o que el cine español está a la altura del de Corea del Norte. No se le puede negar capacidad de autopromoción, egolatría y ausencia de miedo al ridículo, desde luego. Por todo eso, a mí me cae simpático, para qué negarlo.

El caso es que “El cant dels ocells”, rodada en vídeo en blanco y negro, narra la peripecia de los Reyes Magos, que atraviesan desiertos, lomas y explanadas para adorar al Niño Jesús. Llegan al fin a su destino, se postran mientras la banda sonora nos regala la famosa interpretación por Pau Casals de la melodía que da título a la película y, tras asearse un poco, emprenden el regreso. Todo ello con profusión de larguísimos planos de las figuras reales avanzando por el desierto, conversaciones banales en las que se pronuncian cosas como “estoy de arena hasta los cojones, ¡yo aquí no vuelvo!”, María acariciando un corderito ante la indolencia de José, etcétera. Mucha gente abandonó la sala. Hubo también repentinos ataques de risa histérica, que se volvieron casi generalizados en una escena en la que los reyes se narraban unos a otros sus sueños. Detrás de mí, dos señoras con sobrada edad de jubilación comentaban que el director “se habrá quedado a gusto: ¡seguro que esto es una venganza de los catalanes contra Madrid!”. Alguna voz se alzó también para solicitar que le devolvieran en dinero de la entrada.

La verdad es que muy rara vez se tiene la suerte de vivir una situación similar. Por eso estoy enormemente agradecido a Albert Serra, quien por cierto también me aburrió ocasionalmente, pero que al menos trata de aplicar un lenguaje propio y es capaz de componer algunos planos de gran sencillez y fuerza visual, estilo Buñuel o Bresson. Y si se trata de aburrimiento, más me aburrí viendo "Agora", por ejemplo.

miércoles, 21 de octubre de 2009

Anna Wintour y la nada total


“The september issue”, documental dirigido por alguien llamado R.J. Cutler, trata sobre la elaboración del número de septiembre de 2007 de la edición americana de Vogue, publicación dirigida por una mujer llamada Anna Wintour. Esta señora, poderosísimo referente en el mundo de la moda, ya fue objeto de crítica amable en la estúpida “El diablo se viste de Prada”, donde la interpretaba Meryl Streep con su autoconsciencia habitual. “The september issue” se centra en ella como personaje, pero no muestra nada interesante al respecto.

En realidad, “The september issue” no parece tratar sobre nada, ni tener punto de vista alguno. Expresivamente resulta nula: rutinaria y televisiva, su factura es la de un reportaje estándar a lo “Informe semanal”. Tampoco es instructiva, ya que viéndola uno no se entera de cómo se elabora de verdad una revista tan importante como Vogue. No se profundiza en el personaje principal que, según la decisión de cada cual, o bien se mantiene como un enigma o bien se desvela como un ser más bien trivial, una trabajadora eficiente que después de veinticinco años desenvolviéndose en un ámbito profesional determinado lo conoce al dedillo. Pero lo peor de todo es el supuesto conflicto humano que se sitúa en el centro narrativo, un enfrentamiento entre Wintour y Grace Coddington, la directora creativa de la revista, por unas fotos de más o de menos en la maqueta del número. Todo lo que respecta a esta discusión (que, por otra parte, posee la misma naturaleza de las miles que tiene cualquier empleado con sus compañeros de trabajo a lo largo de su vida profesional) resulta falso, patéticamente reproducido con la esperanza de aportar algún interés a un documental que (resulta evidente) debió de crear cierta alarma al presentarse plano y vacío en la mesa de montaje. Mario Testino, Sienna Miller o el joven diseñador Takhoon también desfilan por la pantalla, ofreciendo de sí mismos unos retratos bastante poco favorecedores: todos parecen uniformemente frívolos y aburridos, dando la razón a quienes que consideran que la moda es un mundo hueco. Aparte de un simpático Oscar de la Renta, la única persona interesante que aparece en el documental es la hija adolescente de Anna Wintour, que interviene para decir que no desea seguir los pasos de su madre, y que de mayor preferiría trabajar como abogada. Pues no me extraña, viendo el percal.

lunes, 19 de octubre de 2009

Monumento surrealista


Crítica que que publiqué a principios de mes, sobre la exposición dedicada a "Un perro andaluz" de Buñuel en la Tabakalera de San Sebastián.

Coincidiendo en sus primeros días con el Zinemaldia, la Tabakalera de Donostia dedica su última exposición a “Un perro andaluz”, cortometraje dirigido hace ochenta años por Luis Buñuel que se configura como una obra fundamental en la historia del cine en particular y del arte en general.


Monumento surrealista

A lo largo de su extensa carrera como director de cine, Luis Buñuel (Calanda, 1900 – México D.F., 1983) engendró una filmografía de una riqueza y excelencia prácticamente inabarcables, pródiga en obras maestras. A partir de la segunda mitad de los años sesenta del pasado siglo, su nombre era ya incluido entre los grandes de la historia del cine, y los productores le confiaban presupuestos de cierta holgura que dieron lugar a cintas de la inventiva visual y narrativa, la perfección técnica y la resonancia artística de “Belle de Jour”, “La vía láctea”; “Tristana” o “El discreto encanto de la burguesía”. Sin embargo, existe el acuerdo generalizado de que sus mejores trabajos los había realizado antes, en condiciones bastante más precarias, con limitaciones financieras y a menudo disponiendo de actores y decorados de categoría ínfima o, al menos, inadecuada para representar unos ámbitos burgueses que el cineasta tan bien conocía. “Los olvidados”, “Él”, “Ensayo de un crimen”, “Nazarín”, “Viridiana” o “El ángel exterminador”, entre otras, ofrecen un generoso e insólito mosaico psicológico-sociológico, con los mecanismos del deseo como variable subyacente, además de un admirable ejemplo de coherencia en la aplicación de ciertos parámetros de estilo: renuncia a la belleza formal gratuita, profunda elegancia en el uso de la cámara, primacía de la eficiencia narrativa, máxima expresividad del plano.

Pero aún antes de eso, en los tiempos álgidos del movimiento surrealista, fue concebida y ejecutada esta “Un perro andaluz” que ahora nos ocupa. Se ha escrito mucho sobre el universo buñuelesco, la mayor parte de lo cual fue abiertamente denostado y ridiculizado por el propio interesado, pero quizá no resulte tan redundante recordar la trascendental importancia artística de su primer esfuerzo creativo.

El guión de la película, en realidad un cortometraje de poco más de un cuarto de hora, fue escrito por Luis Buñuel y Salvador Dalí en la breve época en la que ambos se encontraban en plena comunión artística e ideológica. La heterodoxa metodología empleada se acercaría a lo que hoy conocemos como brainstorming, y se basaba en la escritura automática, de gran predicamento entre los escritores surrealistas. El objetivo era, al parecer, seleccionar aquellas ideas que generaran una conmoción inconsciente, descartando cualquier posibilidad de explicación racional. El resultado se mofa de las convenciones narrativas -ver los intertítulos con arbitrarias acotaciones temporales como “ocho años después” o “en primavera”- para presentar un radical imaginario (mutilación del ojo, espumarajos manando de una boca, hormigas emergiendo de una mano, burro en descomposición) erigido sobre dos grandes pilares: el sexo y la muerte. Es posible que su transparente voluntad por epatar al burgués y la futilidad de parte de su simbología (que, como el tiempo demostraría, cabe atribuir en mayor medida a Dalí que al cineasta aragonés) hayan mermado la capacidad subversiva y la garra de “Un perro andaluz”. Por otra parte, muchas de sus premisas serían desarrolladas con mayor sutileza y rigor en “La edad de oro”, ya realizada en mejores condiciones de producción gracias al mecenazgo de los vizcondes de Noailles. Pero no hay que olvidar que con su aparición se abrió la puerta nada menos que a una nueva concepción del cine, que constituía una alternativa a las fórmulas estrictamente narrativas que ya comenzaban a imponerse, y que han constituido la vía mayoritaria desde entonces. Pero no sólo eso: de Buñuel no han salido únicamente Carlos Saura o David Lynch, entre otros cineastas de primera fila, sino también Bill Viola, Pipilotti Rist o Matthew Barney. Es incalculable lo que el vídeoarte en tanto que disciplina específica debe a “Un perro andaluz”, por mucho que este legado haya sufrido dolorosas trivializaciones. Y esto es algo que siempre resulta oportuno tener presente.

La donostiarra Tabakalera no se olvida de tal circunstancia, y decide situarla en el núcleo mismo de esta exposición-homenaje con motivo del 80 aniversario del estreno este monumento surrealista. Sepultada bajo el peso de la posterior obra de Buñuel, “Un perro andaluz” rara vez ha sido objeto de un análisis individual tan exhaustivo como el emprendido en esta ocasión. Además del propio filme en una versión restaurada, se expone abundante documentación complementaria, desde recortes de prensa hasta entrevistas sonoras con Buñuel y Dalí o fragmentos de otras películas. El impresionante montaje vuelve a explotar con sabiduría las posibilidades del edificio para crear un denso clima acorde con el universo buñueliano.

Un último apunte: en los tiempos que corren, cuando en el último festival de Cannes uno de los más personales directores del cine actual fue furiosamente acusado de monstruo misógino, sádico y demente debido a un par de secuencias de tortura y mutilación, conviene recordar que, en la lejana fecha de junio de 1929, Buñuel acudía al estreno de su primera cinta en el Studio des Ursulines de París con piedras en los bolsillos, preparado para una acogida más que hostil del público. La precaución no era descabellada ante un derroche de Eros y Tanatos que, se dice, llegó a provocar abortos entre las espectadoras. Cuesta imaginar cómo debía percibirse en aquella época, por ejemplo, la representación realista del seccionamiento de un ojo humano en primer plano, la célebre secuencia inicial. “Un perro andaluz” fue, sin embargo, un éxito instantáneo y recibió toda clase de alabanzas. Parece que, en cierto sentido, no hemos evolucionado tanto como nos gustaría creer.

jueves, 15 de octubre de 2009

¡Es la elipse, imbécil!


Es difícil no encontrar simpática una película actual cuyo eje temático se centra en la figura de la científica Hipatia de Alejandría. Puedo imaginar las caras de los tiburones de Hollywood cuando, buscando financiación, Amenábar les contaba que “ésta es una película que transcurre en el siglo IV, y está protagonizado por una científica asexual que estudia las curvas cónicas mientras cristianos, judíos y paganos se enfrentan entre sí, y necesito al menos 80 millones de dólares para realizarla”: finalmente, fue la española Telecinco quien asumió la mayor parte del presupuesto de la cinta. Que semejante marcianada exista es ya una noticia maravillosa. Y Alejandro Amenábar tiene todas mis simpatías y mi admiración.

Aunque la noticia sería aún más maravillosa, y Amenábar todavía más admirable, si además nos encontráramos ante una buena película.

Que los personajes de "Ágora" (Hipatia incluida) no posean ninguna profundidad y estén bastante mal dibujados, que la metodología de investigación de la protagonista -basada en monologar frente a sus esclavos y amigos y dibujar círculos sobre la arena- resulte naïf y pedestre (hubo varios momentos en los que me sentí tentado de ponerme a gritar: ¡¡¡¡Es la elipse, imbécil, la E-LIP-SE!!!!"), o que la reflexión sobre la intolerancia y el fanatismo resulte igualmente epidérmica, no sería nada grave si Amenábar hubiera tenido el talento suficiente para transmitir una mínima fascinación por el mundo que retrata, una civilización ya desparecida emplazada en la mítica ciudad de Alejandría. Pero esta civilización se presenta de un modo plano y grisáceo, resultado de filmar sosamente unos enormes y plúmbeos decorados por los que deambulan unos extras que tienen aspecto de aburrirse bastante.

Amenábar, lo sabemos, es un narrador eficaz que ha aprendido bien la lección de todos los directores a los que copia, pero también un pésimo creador de atmósferas. El motivo de ello no es sólo que le falte aliento creativo, sino que tampoco posee un impulso fetichista, esto es, no puede, no sabe sentir ninguna fascinación por los objetos que muestra, y por tanto es imposible que contagie esa fascinación al público. En el cine de Visconti, por ejemplo, cada candelabro que aparece en el plano, cada columna, cortina y jarrón, está cargado con una energía que procede directamente de la mirada del director, y es eso lo que crea el hechizo de sus imágenes y lo que atrapa al espectador.

Aquí no hay nada de eso: Amenábar trata de insuflar algo de vida a sus imágenes a base de meter música a todo trapo y repetir las panorámicas y los movimientos verticales de grúa, y consigue algún plano interesante, como los del inicio y el fin de de la rebelión de los cristianos, filmadas desde una posición cenital, como si observáramos a las hormigas en un terrario, pero lo esencial se le escapa de las manos. En este plomizo panorama es imposible sentir ningún interés por los hallazgos científicos de Hipatia, por su lucha contra el fanatismo o por la fallida historia de amor de su joven e ideológicamente confuso esclavo. Los paralelismos entre ciencia y religión (Hipatia y el resto de sus colegas, cegados por el dogma del círculo; los creyentes, cegados por el dogma del dios excluyente), o los rutinarios esfuerzos por proporcionar una visión “equilibrada” del cristianismo (horrible escena en la que los cristianos dan pan a unos indigentes que parecen hippies ibicencos) terminan contribuyendo a la confusión general.

Por otra parte, casi ninguno de los actores está bien: Weisz realiza un trabajo correcto y algo insípido, mientras que el mejor actor del reparto, Michael Lonsdale (Teón, eminente astrónomo y padre de la protagonista) tiene una presencia demasiado escasa. El guión, demostrativo hasta lo grotesco, quizá habría podido redimirse mediante una puesta en escena más imaginativa: pero pedirle eso a Amenábar sería como esperar drama existencial de los hermanos Marx.

Lo mejor de la película, sin duda alguna, es el fabuloso vestuario de Gabriella Pescucci: un exquisito festín de pliegues y fruncidos, linos y algodones. Llegado cierto punto, era lo único de la pantalla en captar mi atención.

Para ver una gran obra cinematográfica sobre el fanatismo, la sed de poder y sus consecuencias, rodada con enorme creatividad, recomiendo vivamente “La reina Margot” (1994), de Patrice Chéreau.

Y para ver una buena película que transcurre en el Antiguo Egipto y también reflexiona sobre las relaciones entre política y religión, recomiendo “Faraón” (1966), de Kawalerowicz, en la que Amenábar ha admitido (con la boca pequeña) haberse inspirado, y que incluía memorables secuencias de masas, batallas y procesiones. Este clip de la película es bastante elocuente sobre las diferencias de enfoque y talento plástico entre Amenábar y Kawalerowicz.

miércoles, 14 de octubre de 2009

Allen vuelve a NYC


Desde 2004, con la fallida “Melinda y Melinda”, Woody Allen no rodaba en Nueva York. Sus últimas películas, rodadas en el Reino Unido y España, han permitido al autor de “Bananas” tomar oxígeno y ensayar nuevas perspectivas, con resultados interesantes pero no apasionantes. Personalmente, opino que el reencuentro artístico con su ciudad le ha sentado de maravilla.

Las críticas norteamericanas a “Si la cosa funciona” han sido bastante peores, por ejemplo, que las que recibió “Vicky Christina Barcelona” (sobre la que ya expuse mi opinión en este blog), lo que sólo se explica bajo la hipótesis de que el exotismo es una baza bien recibida al otro lado del Atlántico. Entre las cosas que se han escrito sobre la última película de Allen estrenada comercialmente, hay una acusación que encuentro particularmente absurda: que la película es anacrónica y poco verosímil. No es que esto sea falso, desde luego. La cuestión es, ¿qué hay de malo en ello? Porque, en el caso de “Si la cosa funciona”, la cosa funciona, y muy bien además.

Allen ha realizado prácticamente todas sus películas bajo la influencia palmaria de otros directores a los que admira, consiguiendo al mismo tiempo no dejar de resultar personal ni por un instante. Hay Allens fellinianos, bergmanianos, minellianos, rohmerianos y hasta de los hermanos Marx. En esta ocasión, me parece que la principal influencia procede de las comedias del Hollywood de los años 30 y 40, de Lubitsch, Capra y Gregory La Cava en particular. El tono de fábula, la dirección de actores y muy especialmente el tratamiento fotográfico de la película (atención a la escena en la que la protagonista regresa a casa borracha tras un concierto de rock) están extraídos directamente de esas comedias de lujo y personajes excéntricos. Hay que destacar a toda costa el trabajo de iluminación del gran Harris Savides (responsable, entre otros trabajos, de los looks visuales de las películas de Gus Van Sant), uno de los mejores de su profesión actualmente. Aparte de esto, todo en la película es hiperbólico e improbable, como de toda la vida ha sido el género de referencia. Y Allen elabora planos primorosamente construidos, en una planificación espléndidamente eficaz y expresiva, que contradice a los que afirman que con la edad se ha vuelto algo chapucero en la puesta en escena. Igualmente, los actores están muy bien elegidos para unos papeles que desempeñan impecablemente.

En otro orden de cosas, y por ser frívolos, me pasé toda la película hipnotizado por la piel de la protagonista, Evan Rachel Wood (que, por cierto, desempeña un muy buen trabajo de paleta ingenua, irritante y encantadora): esta chica tiene el cutis más perfecto y luminoso que han visto las cámaras desde que Isabelle Adjani tenía veinte años. Algo verdaderamente de otro mundo. Si yo fuera el responsable de marketing de una multinacional cosmética, me apresuraría a contratarla para mis campañas.

viernes, 9 de octubre de 2009

Una Bernarda que ni fu ni fa


El otro día fui a ver un montaje (uno más) de “La casa de Bernarda Alba”, de Federico García Lorca, en el Matadero de Madrid. Dirige Lluís Pasqual. En el reparto, Núria Espert como Bernarda y Rosa María Sardà como la Poncia. Como es bien sabido, Espert dirigió hace tropecientos años en Londres una versión de la obra protagonizada por Glenda Jackson y Joan Plowright, llevándose por ello todos los premios habidos y por haber: se la supone, por tanto, una experta en la materia. A Pasqual también, porque lleva décadas poniendo en escena a Lorca, sobre lo que ha cimentado la mayor parte de su prestigio como director teatral. Yo en cambio no soy ningún experto, pero “La casa de Bernarda Alba” era mi obra teatral favorita en la infancia y adolescencia: en aquella época habría podido recitar de memoria un acto entero, de habérmelo pedido alguien.

Es cierto que tal amor por una pieza teatral puede predisponer al desagrado ante la versión que de ella realice otra persona. Bajo esta hipótesis, todo lo que yo diga a continuación estaría dictado por el prejuicio y la cerrazón más agria. Pero la aproximación de Pasqual la encontré, sencillamente, equivocada. Del hecho de que el encierro de las protagonistas no se remarque en absoluto, y sobre todo de que Bernarda se haya convertido en una vieja cansada y miope arrasada por la tragedia doméstica antes que en el habitual monstruo inhumano y castrador, deduje que lo que se pretendía era humanizar al personaje. En efecto, Espert lo interpretaba con pretensiones naturalistas, y sin gota de la violencia dominadora que se desprende del texto lorquiano. Su Bernarda es, más que amarga, una amargada. Como resultado de todo esto, el clímax (el enfrentamiento de Adela contra la autoridad arrastrada por el empuje de su propia naturaleza) se presenta sin ninguna fuerza, y todo lo que sucede a continuación, que resulta previsible porque para ello nos ha preparado el propio Lorca, da bastante igual. En mi opinión, el argumento de la obra se ha quedado a estas alturas un poco antiguo, como ocurre por ejemplo con la mayor parte de Tennessee Williams: por ello, centrarse en él con una visión realista en lugar de aferrarse a sus posibilidades míticas, y sobre todo a la poesía de sus diálogos, no me parece una buena idea. La gran tragedia abstracta se convierte en un pequeño drama concreto, y se pierde mucho en el camino. Por otra parte, la principal virtud de la obra, que es su maravilloso lenguaje, poético y popular, compuesto por unas imágenes que ponen los pelos de punta a cualquiera con una mínima sensibilidad, se diluye un poco en el registro que adopta Espert y que tratan de seguir el resto de las actrices (las hijas, por ejemplo, están bastante mal, a excepción de una chica llamada Marta Marco, que interpreta a Magdalena). Rosa María Sardá sí parece más ajustada en su papel, pero tampoco aporta a éste nada en particular. La escenografía, iluminación y vestuario me parecieron correctos: no transmitían en absoluto la sensación de encierro y asfixia con que suele vestirse el texto lorquiano pero, como decía antes, imagino que esto era deliberado. Por lo demás, nada destacable.

El público, impelido a amortizar el precio de su entrada, se puso en pie y aplaudió a rabiar al terminar la obra, como si le hubiera encantado. A ver quién se atrevía a hacer lo contrario cuando Espert y Sardà se besaban y abrazaban efusivamente en escena, mientras dirigían al patio de butacas sus amenazadoras miradas de halcones.

jueves, 8 de octubre de 2009

Imagen de la desesperación


Crítica de arte que publiqué el mes pasado:

Francesca Woodman
Del 8 de septiembre al 24 de octubre de 2009
La Fábrica Galería. Madrid




La Fábrica Galería, de Madrid, ofrece una breve muestra del trabajo de la artista norteamericana Francesca Woodman, cuya breve existencia fue suficiente para apuntar un complejo y poético mundo propio, por momentos genuinamente conmovedor. Los fantasmas personales se encarnan en el cuerpo humano y se proyectan más allá de sus límites, en entornos de belleza alienada.

Imagen de la desesperación

A principios de este mismo año, el murciano Espacio AV presentaba una amplia retrospectiva de la obra de Francesca Woodman (Denver, EEUU, 1958 – Nueva York, EEUU, 1981), una de las raras artistas sobre la que la expresión “de culto” puede aplicarse sin temor a caer en la hipérbole (en el tópico, ya es otro cantar). En aquella ocasión se presentaba más de un centenar de obras, lo que incluía fotografías, vídeos y una instalación. La actual propuesta de La Fábrica posee una escala menos ambiciosa (quince fotografías, además de un puñado de vídeos agrupados en “Selected Video Works, 1975-1978”), aunque la excelente selección ofrece un más que razonable acercamiento a la obra de la artista norteamericana.

Educada en un medio artístico (sus padres, que hoy gestionan un legado de unas 800 imágenes, son también artistas que gozan de cierto reconocimiento), Woodman comenzó a desarrollar con sorprendente precocidad un imaginario decididamente alejado de las corrientes imperantes en el momento. La subjetividad rabiosa de su producción refleja bien un carácter sensible e individualista, casi ensimismado, que bebe copiosamente de las fuentes del surrealismo y otras vanguardias de las primeras décadas del siglo XX. En efecto, no resulta difícil identificar los vínculos de parentesco entre las fotografías de Francesca Woodman y la obra de un Man Ray o un Magritte, en su voluntad de experimentación con los medios expresivos a su alcance y la marcada tendencia a materializar los laberintos de la psique individual. Sin embargo, frente al sentido del humor un poco salvaje, a veces cruel, de la mayor parte de los surrealistas, por las vetas del trabajo de Woodman se filtra casi siempre (y muy posiblemente a su pesar) una dolorosa hipersensibilidad que da lugar a instantes poéticos de enorme fuerza, y que a menudo recogen la adhesión inmediata, visceral del espectador. No cabe descartar en el estatus actual del que disfruta la obra de Woodman la influencia de su muerte trágica y temprana (se quitó la vida con veintitrés años, arrojándose desde la ventana de un piso neoyorquino): el fenómeno es conocido, y posee tantos precedentes que enumerar unos cuantos resultaría de una banalidad imperdonable. Pero la capacidad de empatía de sus fotografías es una realidad positiva, y su alcance muy superior al de un simple mito instantáneo para consumo de adolescentes y demás pre-iniciados.

Entre las imágenes recopiladas por La Fábrica no faltan algunas de las que constituyen el sello de la creadora norteamericana. Los apartamentos vacíos, degradados, de paredes craqueladas y papel pintado hecho jirones, en los que la artista se muestra desnuda, sugiriendo alternativamente que es una parte más del desvencijado mobiliario o un fantasma que habita el inmueble. El propio cuerpo que por una parte se ofrece al descubierto, podría pensarse que sin pudor, pero por otro aparece velado por planchas de vidrio, por envoltorios plásticos, por opciones técnicas que incluyen largos tiempos de exposición difuminadores de rasgos y contornos. La contradicción entre la necesidad de mostrarse a los demás mientras se aspira a un espacio propio e impenetrable para el otro.

Suele resaltarse también la paradoja según la cual, en casi todas sus instantáneas, la propia Woodman está presente “pero al mismo tiempo no lo está”, refiriéndose, es previsible, al hecho ya mencionado de que su cuerpo se integra hasta mimetizarse con los deteriorados espacios que lo acogen. Quien escribe estas líneas no puede sin embargo estar de acuerdo con tal idea, al menos en su literalidad: lo cierto es que resulta imposible estar más presente de lo que Woodman está en sus imágenes, hasta el punto de que esas estancias lúgubres pero bañadas de luz adquieren la cualidad de una proyección mental. El espacio, por tanto, dimana del ánimo del individuo y no al revés, y el cuerpo (que en gran medida es también una proyección de la mente que lo rige) adquiere la categoría de elemento central en un determinado sistema de signos.
Al contrario que Zoe Leonard, por ejemplo, que también se ha mostrado interesada en fotografiar bajo claves poéticas la decadencia de los espacios interiores, no puede rastrearse en Woodman enfoque sociológico alguno. El concepto de “yo” resulta restrictivo al máximo y se aplica con todas sus consecuencias. Entre otras, una acusación de narcisismo que, por otro lado, es lo primero que se apresuran a negar los críticos y apologistas. En otro orden de cosas, la abundante piel humana que muestran estas fotografías no constituye una frontera, sino más bien un foco que, desde su extraña conciencia a veces estatuaria (uno de los vídeos seleccionados por La Fábrica se muestra bastante elocuente al respecto), parece irradiar todo el espacio que lo rodea, un espacio concebido a imagen y semejanza de la desesperación que lo invade. Esta desesperación vital, esta frustrada voluntad por llegar a un acuerdo de mutua convivencia con un entorno hostil, podría ser lo que otorga a la obra de Francesca Woodman toda su belleza, y lo que afianza la atracción que las nuevas generaciones experimentarán al aproximarse a ella.

lunes, 5 de octubre de 2009

Nunca me abandones


Lo mejor de la novela “Nunca me abandones”, de Kazuo Ishiguro (Ed. Anagrama) es su premisa argumental, que roza la genialidad. ¿Qué habría ocurrido si, después de la II Guerra Mundial, la sociedad hubiera aceptado comúnmente la creación de clones humanos de manera organizada con el fin de convertirlos en donantes de órganos y permitir la curación de enfermedades tan graves como el cáncer? Las reflexiones que aborda Ishiguro son las lógicas ante este tema, e inciden de manera sutil en las derivaciones éticas y existenciales de esta apasionante posibilidad: resultan justas y razonables, y además no se introducen de manera demasiado explícita. Lo malo es lo más importante de todo, es decir, la labor narrativa del autor británico-japonés.

Toda la novela, narrada en primera persona por una de estas chicas clónicas abocadas a una muerte temprana contra la que ni se plantea rebelarse, está contada según un patrón irritante. Cada pocas páginas se anuncia el relevantísimo acontecimiento que viene a continuación, y que entonces pasa a ser glosado. Algo del estilo “Yo estaba tan tranquila con mis cosas, hasta que, días después, ocurriría algo que cambiaría por completo la relación entre nosotras”. Esta lógica de los “grandes momentos”, que después resultan ser pólvora mojada, se mantiene obstinadamente hasta el final, cuando la narradora y su enamorado acuden a los adultos que las educaron de niñas -que parece ser una pareja de lesbianas- y obtienen todas las explicaciones que ellos (y, al parecer, el lector) necesitaban. Kazuo Ishiguro debe detestar el misterio con toda su alma para convertir su aniquilación en la estructura narrativa misma de la novela.

“Nunca me abandones” está siendo adaptada al cine por alguien llamado Mark Romanek con Keira Knightley, actriz lo suficientemente conocida como para que, sin duda, tengamos noticias de la película cuando se aproxime el estreno. Sería bueno que el filme prescindiera de los lastres del libro y mantuviera sus considerables virtudes.

jueves, 1 de octubre de 2009

Ang Lee no entiende a los hippies


Hasta hace poco, no me habían gustado las películas de Ang Lee, un director que sin embargo ha disfrutado de un sorprendente éxito en el reparto de taquilla y premios (dos Leones de Oro en Venecia, dos Osos de Oro en Berlín, varios Oscars y distinciones en Cannes y otros festivales). Desde “El banquete de bodas” hasta “Hulk”, todo lo suyo que había visto me parecía formalmente plano, convencional y sin vida. Mi opinión sobre su cine la pusieron en crisis “Brokeback Mountain” y sobre todo “Deseo, peligro”, dos logrados trabajos que tampoco eran el colmo de la creatividad, pero en los que la pulcra puesta en escena lograba generar algo de emoción y aliento. Después de éstas, que son de muy largo sus mejores cintas, vuelve con “Destino: Woodstock”, ambientada durante la preparación y ejecución del famoso concierto multitudinario celebrado en 1969. Resumen de los hechos reales que componen el argumento: un joven judío y gay, cuyos padres poseen un cutre motel en la zona rural del estado de Nueva York, ofrece sus dominios para un gran concierto cuya dimensión irá creciendo progresivamente hasta transformarse en el mítico acontecimiento que todos conocemos. En paralelo, el chico y su familia, al entablar contacto con el mundo hippy, afrontan las grandezas y miserias de su propia naturaleza.

Claramente, la última película de Lee se sitúa por debajo de sus dos anteriores esfuerzos. Porque la aceptable pulcritud de su trabajo como director, funcional y correcto, no basta para redimir lo banal de la anécdota que se cuenta y convertirla en algo que merezca sustancialmente la pena ser contemplado. En general, no encuentro ningún inconveniente en que se me narre algo trivial desde un punto de vista igualmente epidérmico, a condición de que la forma en que se haga posea interés en sí misma. Y, claro, no es el caso, porque el talento de Ang Lee no llega tan lejos. El desfile de personajes y situaciones transcurre así de manera rutinaria y sin despertar más que un interés moderado en el mejor de los casos, mientras el evidente conservadurismo del director juega en su contra cuando ha de retratar a un grupo humano al que no comprende en absoluto. Muy en especial al entrar en escena un travesti con el que, incómodo, Lee no sabe muy bien qué hacer: el resultado es que el personaje interpretado por Liev Schreiber es el travesti menos travesti de la historia del cine, como el Platero de Juan Ramón Jiménez era, según Buñuel y Dalí, “el burro menos burro”.

A favor de la película, sin embargo, hay que destacar el tratamiento del personaje de la madre (adecuadamente exagerado por Imelda Staunton), un ser horrible al que afortunadamente no se redime, pero que se contempla con una vaga indulgencia. Y un par de secuencias estupendas (el aterrizaje de un helicóptero, un plano-secuencia en el que el protagonista llega al concierto sobre una moto policial) que aparecen como extraños ovnis en el cielo gris formalmente imperante.

En el fondo, hay que agradecer a Lee lo superficial de su aproximación al movimiento hippy. La última vez que se puso filosófico para retratar los deseos de trasgresión y libertad de una comunidad nos encajó “La tormenta de hielo”, una de las películas más reaccionarias y antipáticas del cine reciente.