lunes, 18 de mayo de 2009

Bergman

Bibi Andersson y Liv Ullman en "Persona"


Ya hace casi dos años que falleció el director de cine sueco Ingmar Bergman. La mayor parte de las manifestaciones públicas que en relación a este hecho se hicieron en su momento fueron como mínimo de respeto, y abundó la rendida admiración. Se habló incluso de Bergman como uno de los grandes genios de la historia del cine, afirmación con la que no puedo estar más de acuerdo. Pero, mientras esto ocurría, ni por un momento pude dejar de pensar que en muchos ámbitos, y durante mucho tiempo, a Bergman se lo ha considerado un rollo insoportable, un director moroso y aburrido, autor de un cine ridículamente intelectual. Soy testigo de lo muy de moda que ha estado decir con toda tranquilidad cosas como que “El séptimo sello” era un tostón, o que “Sonata de otoño” no hay dios que la aguante. En esos ámbitos de los que hablo, el único cine que queda bien alabar es el americano, y fuera de él a Berlanga, porque todo lo demás es sencillamente un coñazo. No digo que no haya que ser comprensivos con el fenómeno: aunque todo esto nos queda ya muy lejano, hay en este país toda una generación traumatizada por las sesiones de cine-fórum, y demasiados culturetas de pega que lo que en realidad adoraban (pero no podían reconocerlo, pues quedaba carca y como mal) era el fútbol y/o la copla, y que en cuanto pudieron salir del armario (¡libertad sin ira!) irrumpieron en el vasto mundo exterior como un elefante en una cacharrería. Ellos corrieron la voz de lo aburrido que era Bergman y, a fuerza de repetirla con insistencia, esta afirmación acabó revistiéndose del fulgor de las verdades absolutas, indiscutibles. La prueba de ello es que la mayor parte de la gente que hoy en día se reafirma en lo aburrido que es Bergman, cuando se le pregunta con qué películas del director sueco exactamente se ha aburrido, es incapaz de nombrar una sola. Vamos, que hablan de oídas.


Por mi parte, cuando accedí a la obra del director nórdico yo era demasiado joven e inexperto como para haberme dejado contaminar por aquella creencia. Apenas adolescente, vi algunas de sus películas en un breve ciclo (una vez más) de La 2; pocos años más tarde (yo creo que estaba estudiando alguno de los últimos cursos del colegio), otro ciclo en el mismo canal me permitió admirar la mayor parte de su obra. En la primera ocasión, me enamoré de aquel cine preciso y magnético. En la segunda, mi amor alcanzó el peso demoledor de la confirmación. Si Buñuel (sobre el que ya he escrito en varias ocasiones dentro este blog) fue para mí un flechazo abrasador e irracional, que me provocó una adhesión que -durando aún- nunca he alcanzado a explicarme del todo bajo argumentos lógicos, mi pasión por Bergman tiene una naturaleza, me parece a mí, más sosegada y explicable. En Bergman encuentro milagrosamente concentrado todo lo que amo en el arte, y especialmente en el cine. El misterio, la originalidad, la puesta en escena como herramienta formal, el rostro humano como máximo generador de fuerza plástica y expresiva, la precisión narrativa, la capacidad de los fotogramas para sugerir, desvelar mucho más de lo que superficialmente parecen contener. Se trata de un cine que no es exactamente solemne (en el sentido de pesado o altisonante), pero sí por decirlo de algún modo intenso, como lo son algunos sueños, o como los ritos religiosos. A él le deben mucho algunos de los mejores directores que han venido después, desde Kieslowski hasta Almodóvar, desde Woody Allen hasta Desplechin, Haneke, Von Trier o Tsai Min-liang.


Siendo poco más que un niño, no podía entender del todo los conflictos existenciales, metafísicos o psicológicos de los personajes de, pongamos por caso, “Escenas de un matrimonio” o “Persona”, pero eso me daba igual. Lo que me asombraba y me hipnotizaba de aquellas películas no era lo que contaban, sino el modo en que estas cosas eran contadas, es decir, el lenguaje mismo que inventaban sus imágenes, y del que éstas se servían para materializar los muy precisos guiones del autor. Vi estas y otras obras de Bergman prácticamente en estado de trance: “Fresas salvajes”, “El manantial de la doncella”, “Gritos y susurros”, “Los comulgantes”, “Un verano con Monika”, “El rostro”, junto con las dos que he mencionado al principio de este párrafo, son las que me dejaron una impresión más honda. Curiosamente, “Fanny y Alexander”, quizá su obra más popular y difundida, fue una de las últimas que vi: una obra maestra que admite poca discusión, una pieza perfecta que amalgama entre otras cosas drama shakespeariano y religioso, crónica familiar y de una iniciación a la vida, y una bella reflexión sobre la verdad y la representación, el teatro, la palabra y la imagen. Si me obligaran a hacer una lista de mis películas favoritas, con la condición de que ésta fuera tan breve que para enumerara bastaran los dedos de una mano, en ella incluiría sin dudarlo “Fanny y Alexander”. “Persona” tampoco andaría lejos, desde luego.


Total, que yo no puedo concebir que alguien se aburra viendo una película de Bergman. No digo que no me lo crea, mucho menos que no lo respete. También me cuesta horrores concebir que alguien encuentre entretenido ver una competición de Fórmula 1 en televisión, con esos coches dando monótonas e idénticas vueltas una y otra vez alrededor del mismo circuito, pero no me cabe duda de que hay cientos de miles de personas en el mundo que comparten esa afición, y además nada malo encuentro en ello. Por tanto, insisto, me lo creo, en el sentido de que lo asumo como una realidad que existe y de la que no tengo motivos para dudar. Pero concebirlo (según la primera acepción de la RAE: “Concebir: Comprender, encontrar justificación a los actos o sentimientos de alguien”) es algo que por mucho que intente, me cuesta horrores. Salvo, claro está, por los mencionados traumas sufridos por tanto asiduo obligado al cine-forum sesentero, que han podido resultar tan mostruosos que se han incorporado a los ADNs a modo de mutación, y transmitido por tanto a las siguientes generaciones. ¡Cuánto mal ha hecho la dictadura a este país, madre mía!

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