Rrose Sélavy. La inteligencia fría y refinada de Duchamp y Man Ray
Entre las actividades a las que me entregué en mis mini vacaciones catalanas, no faltó la habitual de ir a ver exposiciones. Una de ellas, la dedicada por el MNAC a los dadaístas Duchamp, Man Ray y Picabia. La crítica que realicé sobre ella se publicó hace ya varias semanas en Mugalari, así que no tiene sentido extenderme ahora sobre ella. Diré para valorarla que es maravillosa, y eso será suficiente (además de cierto).
Ya incidí en su momento sobre el hecho de que la voluntad de los dadaístas era llegar a la fascinación del espectador irritándolo antes que seduciéndolo. No puedo decir exactamente que me sintiera irritado a la salida, pero sí algo inquieto, y creo que mi malestar procedía de la naturaleza glacial del genio de los artistas. Picabia aún resulta más humano, pero la inteligencia fría y refinada de Duchamp y Man Ray la encuentro casi psicopática. Sus frecuentes juegos de palabras, casi siempre con connotaciones sexuales, son al mismo tiempo primarios y rebuscados, como la broma de un adolescente conflictivo. Todo lo que se muestra en la exposición destila una genialidad intensísima; también una evidente egolatría.
Como contrapunto, la exposición de Olafur Eliasson en la Fundación Miró, con sus colores saturados y sus aparentes efectos de luz vespertina, era todo un bálsamo. Otra cosa es la relevancia del talento exhibido, sobre la que se podría discutir a voluntad.
Ya incidí en su momento sobre el hecho de que la voluntad de los dadaístas era llegar a la fascinación del espectador irritándolo antes que seduciéndolo. No puedo decir exactamente que me sintiera irritado a la salida, pero sí algo inquieto, y creo que mi malestar procedía de la naturaleza glacial del genio de los artistas. Picabia aún resulta más humano, pero la inteligencia fría y refinada de Duchamp y Man Ray la encuentro casi psicopática. Sus frecuentes juegos de palabras, casi siempre con connotaciones sexuales, son al mismo tiempo primarios y rebuscados, como la broma de un adolescente conflictivo. Todo lo que se muestra en la exposición destila una genialidad intensísima; también una evidente egolatría.
Como contrapunto, la exposición de Olafur Eliasson en la Fundación Miró, con sus colores saturados y sus aparentes efectos de luz vespertina, era todo un bálsamo. Otra cosa es la relevancia del talento exhibido, sobre la que se podría discutir a voluntad.
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