La pasada semana asistí en el teatro María Guerrero al estreno de “Boris Godunov”, el último espectáculo de La Fura dels Baus. Para resumir el argumento, la función se estructura a partir de la alternancia de dos planos narrativos: por un lado, unos breves esbozos de la historia original sobre crímenes, intrigas palaciegas y revoluciones relatada por Pushkin; por otro, la simulación del secuestro de los espectadores por un grupo terrorista reproduciendo los tristes sucesos reales ocurridos en Moscú hace seis años. Se supone, como es lógico, que ambas líneas avanzan en paralelo y presentan toda clase de analogías, aliándose para procurar una reflexión acerca de la ambición, el deseo de trascender, la egolatría, la bulimia de justicia, la borrachera de poder, el impulso violento y vengativo, y tal. La platea estaba repleta de “compañeros”, pues así es como los actores suelen referirse a sus colegas de profesión en público (en privado se llaman otras cosas). Bueno, sobre todo de “compañeras”: Magüi Mira, Mercedes Sampietro, Berta Riaza, Julieta Serrano, María Asquerino, Julia Martínez, María José Alfonso, la gran Esperanza Roy… También Ian Gibson, Gerardo Vera, Jaime Chávarri, Lucía Etxebarria y la ministra Cabrera, entre otros. “A ver quién tiene los cojones de secuestrar a éstos”, debieron pensar los chicos de la Fura. Puede que eso explicara el extraño envaramiento de los terroristas de pega.
Un aspecto del espectáculo en particular me llamó la atención. Los fragmentos de teatro “tradicional”, en los que los actores representan el texto sobre Godunov sin salir del escenario y simulando que ellos son los únicos presentes en la estancia, sustituían cualquier decorado por la proyección en una gran pantalla de imágenes infográficas realistas que remedaban estancias palaciegas o un campamento militar. En ocasiones, la imagen digital adquiría movimiento, siguiendo los desplazamientos físicos de los personajes, para dar la impresión de tridimensionalidad. Siendo breve y diplomático, no compartí esta decisión, que me pareció sintomática de una obstinada incapacidad para aceptar las imperfecciones (y por tanto, la belleza) de la disciplina teatral.
Cada manifestación artística se define básicamente a través de sus limitaciones, existiendo por lo general una que reina sobre todas las demás y que, por defecto, otorga al género su misma razón de ser. En el caso de la literatura, se trata de la carencia de imágenes en movimiento. En el del cine mudo, la falta de sonido. En el anterior como en el cine sonoro, la bidimensionalidad real del marco sobre el que se proyecta la luz. Todas estas ausencias son intrínsecas e insoslayables, y los interesados en preservar el hechizo del hecho artístico lo que hacen es gestionarlas del mejor modo que está al alcance de su talento, pues ello implica estar gestionando directamente la imaginación del espectador. La imaginación es justo lo que sustituye al elemento faltante, y constituye el material más delicado y más fecundo de todos. El único cuyo adecuado tratamiento garantiza el éxito. Por el contrario, tratar de maquillar las limitaciones primordiales reemplazándolas por falsificaciones de realidad es una operación abocada al fracaso. Esta suicida insensatez conceptual fue la que me pareció percibir en el juego escénico de la Fura al pretender, con sus horrendas animaciones virtuales, boicotear uno de los pilares de la magia teatral, el asumido artificio de los decorados, lo que es físico pero falso y que en modo alguno pretende hacerse pasar por real. Otros elementos del espectáculo (secuencias de una mesa de reuniones filmadas con estética de spot televisivo, o personajes tan arquetípicos que al cabecilla de los terroristas se le hace gritar “¡El fin justifica los medios!”) no ayudaban a digerir el mejunje.
Los aplausos, me pareció, fueron de compromiso.
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