Acudir a la Filmoteca Española es un placer cuya intensidad aumenta en verano, estación algo dada a la exhibición de la fealdad que se guarda durante el resto del año. En el cine Doré, su maravillosa sala, se genera un ambiente de gravedad y expectación muy similar al del rito religioso, lo que para un agnóstico no deja de ser un chollo: obtener la emoción litúrgica sin tener que tragarse una homilía. En lugar de homilías, lo que la Filmoteca nos ofrece son películas. Si hubiera sesiones los domingos por la mañana, las beatas se lo pensarían dos veces antes de encaminarse hacia la parroquia de su barrio.
El pasado viernes por la noche había quedado con mi amigo Miguel y su novia Ana para ver “El ángel exterminador” en la Filmoteca, pero la combinación Doré más Buñuel debió de resultar igual de tentadora para un montón de gente, así que las entradas se habían agotado a media tarde. Como Miguel es un hombre de recursos, me propuso una alternativa que tampoco estaba mal: alquiló la película en el vídeo-club de enfrente de su casa y compró comida japonesa. Así que los tres nos inflamos de sushi mientras nos dejábamos hipnotizar por las imágenes buñuelianas.
“El ángel exterminador” sigue siendo una obra maestra absoluta, de una radicalidad y una belleza extremas. Contiene algunas de las mejores secuencias filmadas por el director aragonés. Curiosamente, también la peor: por obvia, algo que Buñuel nunca se permitió en el resto de su carrera. Se trata un diálogo en el que una de las señoras atrapadas en el lujoso comedor de la mansión explica que, habiendo sido testigo del descarrilamiento de un tren y de la consiguiente carnicería humana, no se sintió conmovida por la experiencia, mientras que la muerte de un príncipe amigo suyo la llenó de desolación. Otra mujer aprovecha entonces para hablar de la insensibilidad de la plebe ante su propio dolor físico, comparándola con un toro impertérrito mientras se desangra en el ruedo. Por fortuna, poco después aparece una perla de genialidad que borra el mal sabor de boca: en pleno delirio febril, una tercera dama expresa su deseo de peregrinar a Lourdes en cuanto termine su cautiverio. “¡Prométame que me comprará una virgen lavable de caucho!”, exige al atónito interlocutor.
Por lo demás, la mencionada cualidad hipnótica de la película no da tregua al espectador. Ello se debe al talento de Buñuel como creador de imágenes llenas de misterio e intensidad y a la sabiduría de su puesta en escena, pero también a su habilidad narrativa. Cualquier otro autor habría agotado a los veinte minutos la anécdota sobre la que está construido el guión de la película, y sin embargo Buñuel consigue sacarle partido durante hora y media gracias a la perfecta progresión dramática y a una astuta dosificación de las sorpresas y momentos clave. No se me ocurre ningún otro cineasta capaz de llevar a buen puerto la combinación entre un punto de partida más bien absurdo y un tratamiento hiperrealista de su desarrollo.
Al terminar la película me vi contagiado del viscoso deterioro que sufrían sus protagonistas y, como es lógico, sentí unas ganas incontrolables de abandonar la casa de mi amigo.
No hubo sobremesa.
El pasado viernes por la noche había quedado con mi amigo Miguel y su novia Ana para ver “El ángel exterminador” en la Filmoteca, pero la combinación Doré más Buñuel debió de resultar igual de tentadora para un montón de gente, así que las entradas se habían agotado a media tarde. Como Miguel es un hombre de recursos, me propuso una alternativa que tampoco estaba mal: alquiló la película en el vídeo-club de enfrente de su casa y compró comida japonesa. Así que los tres nos inflamos de sushi mientras nos dejábamos hipnotizar por las imágenes buñuelianas.
“El ángel exterminador” sigue siendo una obra maestra absoluta, de una radicalidad y una belleza extremas. Contiene algunas de las mejores secuencias filmadas por el director aragonés. Curiosamente, también la peor: por obvia, algo que Buñuel nunca se permitió en el resto de su carrera. Se trata un diálogo en el que una de las señoras atrapadas en el lujoso comedor de la mansión explica que, habiendo sido testigo del descarrilamiento de un tren y de la consiguiente carnicería humana, no se sintió conmovida por la experiencia, mientras que la muerte de un príncipe amigo suyo la llenó de desolación. Otra mujer aprovecha entonces para hablar de la insensibilidad de la plebe ante su propio dolor físico, comparándola con un toro impertérrito mientras se desangra en el ruedo. Por fortuna, poco después aparece una perla de genialidad que borra el mal sabor de boca: en pleno delirio febril, una tercera dama expresa su deseo de peregrinar a Lourdes en cuanto termine su cautiverio. “¡Prométame que me comprará una virgen lavable de caucho!”, exige al atónito interlocutor.
Por lo demás, la mencionada cualidad hipnótica de la película no da tregua al espectador. Ello se debe al talento de Buñuel como creador de imágenes llenas de misterio e intensidad y a la sabiduría de su puesta en escena, pero también a su habilidad narrativa. Cualquier otro autor habría agotado a los veinte minutos la anécdota sobre la que está construido el guión de la película, y sin embargo Buñuel consigue sacarle partido durante hora y media gracias a la perfecta progresión dramática y a una astuta dosificación de las sorpresas y momentos clave. No se me ocurre ningún otro cineasta capaz de llevar a buen puerto la combinación entre un punto de partida más bien absurdo y un tratamiento hiperrealista de su desarrollo.
Al terminar la película me vi contagiado del viscoso deterioro que sufrían sus protagonistas y, como es lógico, sentí unas ganas incontrolables de abandonar la casa de mi amigo.
No hubo sobremesa.
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