Steven Soderbergh es un director de cine que desconcierta, lo que bien mirado constituye un mérito nada despreciable. “Sexo, mentiras y cintas de vídeo” no sólo logró situarlo a lo grande en el mapa de los “autores que cuentan” con una inesperada palma de oro de Cannes, sino que prácticamente fundó eso que se dio en llamar cine indie norteamericano, y que hoy en día es un desvirtuado cajón de sastre donde cabe de todo, pero en el que la tendencia principal apunta hacia el empleo de tediosas fórmulas bajo la insinceridad más desesperante. Tras unas cuantas películas que profundizaban en esta vena con menor fortuna, logró prestigio universal con las premiadas “Traffic” y “Erin Brockovich” y el éxito de masas con su serie de “Ocean’s”, ninguna de las cuales me interesó en absoluto a no ser por la excelencia mostrada en la dirección de actores (la siempre estupenda Julia Roberts se benefició particularmente de esta habilidad). Estos grandes proyectos se alternaron con otros de menor presupuesto y mayor voluntad de autoría, lo que dio lugar a lo peor (“Full Frontal”) pero también a lo mejor (“Bubble”). Entre las marcianadas en las que se ha embarcado después destacan un remake del tarkovskiano "Solaris" protagonizado por George Clooney y “El buen alemán”, un absurdo ejercicio nostálgico que trataba de remedar el ambiente de “Casablanca”. Así que ante la noticia de que Soderbergh ha rodado algo así como un biopic del Che Guevara uno difícilmente sabe qué puede esperar.
De manera que bajo ese estado de ánimo me presenté en el cine para ver “Che. El argentino”, esperando lógicamente que a la salida de la película (si no directamente a los diez minutos de haber comenzado ésta) mis sentimientos se habrían definido en un sentido u otro. Lo que no podía imaginar era que la mezcla de deleite y frustración iba a acompañarme durante las más de dos horas de proyección y que persistiría después. Incluso, con intensidad reavivada, mientras escribo estas líneas. Las primeras secuencias, que como la mayor parte del resto tienen lugar entre la maleza tropical, poseen el inequívoco nervio y poder de fascinación de las buenas películas, las que nos arrastran como un torrente y nos colman de una emoción que no se puede verbalizar. Sin embargo, este goce va disolviéndose después como una aspirina efervescente en un vaso de agua. Para empezar, las coartadas narrativas del guión resultan de una vulgaridad intolerable: la utilización a modo de espina dorsal de una entrevista evocada por medio de cortes y voces en off, la convencional y sensiblera utilización del personaje de Unax Ugalde, la ingenuidad de pretender ofrecer una mirada objetiva sobre el mito que no oculte sus aspectos más antipáticos (el nacionalismo demagógico, los fusilamientos en grupo) mientras no se pierde cuidado de dejar bien claro que dichos aspectos tenían en realidad “un sentido”. Todo ello resulta sencillamente de cuarta categoría. Por otra parte, está el pésimo empleo de la banda sonora de Alberto Iglesias, que boicotea la potencial emoción de algunas secuencias. En tercer lugar, la dirección de actores es inexplicablemente irregular.
Los intérpretes, hispanos de diversas nacionalidades, reproducen el soniquete cubano con fidelidad aceptable, lo que no evita que sus acentos originales (portorriqueño, español, mexicano, colombiano o brasileño, según el caso) se filtren a menudo a través de los poros abiertos por un despistado equipo de coaching. Sería mezquino no reconocer el muy buen trabajo de Benicio del Toro en el papel protagonista, encargado con éxito de lograr algo tan difícil como la representación del carisma. De su trabajo podía haberse temido un puro ejercicio manierista, y sin embargo no es así en absoluto: existe al verlo la impresión de estar ante un ser humano, y además se asume que el personaje real tuvo en efecto que poseer un acusado don de seducción que le procuró adhesiones inquebrantables. Para manierista ya tenemos al actor mexicano Demián Bichir, a cargo de un Fidel Castro digno del dúo cómico Cruz y Raya, una de las interpretaciones más insufribles de las que tengo recuerdo. Desde la primera vez que aparece en pantalla copiando (mal) los gestos enfáticos y la voz soporífera del actual líder cubano, uno siente ganas de estrangularlo. Otro caso que merece ser destacado es el de Catalina Sandino Moreno, cuya Aleida March es una especie de Natalie Wood con boina militar. Se trata de la guerrillera menos verosímil desde Nati Abascal en “Bananas”, pero no importa un pimiento: es un placer verla en cada fotograma que la contiene.
Hay sin embargo una fuerza que pasa por encima de defectos tan significativos, y que como un relámpago los ilumina tan cegadoramente que, por momentos, los vuelve invisibles. Se trata de ese nervio torrencial al que me refería más arriba, que es más notorio en las primeras secuencias de este Che, pero que resurge con tenacidad en otras posteriores, consiguiendo que el interés nunca termine de decaer y procurando momentos aislados de auténtico disfrute. Esa electricidad que uno reconoce en cuanto se genera, que ilumina de manera constante a todas las obras maestras que se han realizado, no proviene ni provendrá jamás de un guión perfecto, ni de una hermosa fotografía, ni de una música espectacular, ni siquiera de unas grandes interpretaciones, aunque de alguna manera contiene todas estas virtudes o las emplea como potenciadores. No hablo de otra cosa que de la puesta en escena.
La auténtica puesta en escena, inventiva, implacable y reveladora, no siempre está presente en “Che. El argentino”, pero cuando lo está evoca el regusto del gran cine.
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