viernes, 19 de septiembre de 2008

La nueva carne



Neri y Béart. ¿Alguien se cree esos caretos en una película de época?


El otro día, cuando fui al cine para ver una de las películas cuya crítica ha aparecido ya en este blog, presencié el tráiler de la película “Australia”, de Baz Luhrmann, con alarma e inquietud. No porque la película tenga una pinta horrenda (que la tiene: a la altura por lo menos del anterior éxito del director, “Moulin Rouge!”), sino porque los primeros planos de Nicole Kidman muestran con implacable elocuencia los estragos que la cirugía estética pueden llegar a producir en un rostro humano. Por si fuera poco, los labios siliconados de la actriz, la cualidad cerúlea que el botox ha proporcionado a su piel, se refuerzan mediante un trabajo de iluminación y (sospecho) post-producción digital que acaban convirtiendo lo que debía ser la cara de una mujer de carne y hueso en la de una creación virtual de Manu Arregui.
Que la realidad (o la cultura popular) imite al arte no es per se una mala noticia, y menos aún si en ello está implicado el talento de Manu, pero no puedo dejar de encontrar perverso algo que cada vez resulta más habitual y que temo pueda desembocar de aquí a unos años en que la natural evolución de la dermis humana sea completamente excluida de las pantallas en beneficio de una nueva carne producto de la simbiosis entre biología, bisturí y píxels. Por el momento, y hasta que nuestros ojos se hayan acostumbrado a este potencial nuevo paradigma, se impone una sensación de extrañeza, sobre todo cuando estos seres híbridos aparecen en películas de época. Aún me cuesta asumir los rasgos mutantes de damas como Catherine Deneuve, Emmanuelle Béart, Francesca Neri o Isabella Ferrari entre miriñaques o sobrios atuendos de primera mitad del siglo XX, por mucho que estemos ante actrices de talento indiscutible (y tiemblo al pensar que Michelle Pfeiffer acaba de rodar una versión de “Chéri”, de Colette, en el papel de la envejecida cortesana Léa de Lonval). Lo mismo me ocurre, por otra parte, cuando atisbo los signos de un bronceado con bikini o unas mechas capilares demasiado evidentes en una película del oeste. El anacronismo involuntario es uno de los dos venenos más efectivos que existen contra la necesaria ingenuidad del espectador, ese estado de ánimo que lo predispone a ser engañado y por tanto a ser capaz de disfrutar de aquello que se le va a plantar ante los ojos. El otro, claro está, es la inanidad creativa.

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