lunes, 10 de mayo de 2010

En Ginebra


Resulta increíble hasta qué punto Ginebra cumple obedientemente con todos los tópicos que le atribuyen. Aunque un fin de semana no es mucho tiempo, y es por tanto probable que me esté precipitando en mi valoración, la ciudad suiza me ha parecido tranquila, cómoda, limpia, segura, burguesa y moderadamente aburrida. Compañías de seguros, bancos, relojes, chocolates, quesos y crucecitas blancas sobre fondo rojo por doquier. Y un bonito barrio antiguo, que atestigua generaciones y generaciones de confort y abundancia económica. La parte moderna posee todo el aire decadente del “has-been” -¡qué gloriosos años 60 y 70 debieron de vivirse allí!-, pero hay que admitir que también está hecho con cierto gusto.

Al mismo tiempo cosmopolita y provinciana, Ginebra tiene como principal activo una población esencialmente desarraigada –nadie parece ser de allí, todo el mundo es italiano, o francés, o alemán, o español, o norte o sudamericano- y la interesante anormalidad de un lago donde otros (como Barcelona) tienen el mar. En suma, que la visita merece la pena, como la merece casi toda experiencia que sea insólita en algún sentido.

Y, por si hicieran falta más alicientes, está la exposición de Eduardo Sourrouille en la galería Krisal, situada en el plácido barrio ginebrino de Carouge. ¿O qué pensabais?

No hay comentarios: