miércoles, 19 de mayo de 2010

La música


Crítica de arte que publiqué hace unas semanas:

ARTe SONoro.
Del 23 de abril al 30 de junio de 2010.
La Casa Encendida. Madrid.

Pablo Valbuena. Quadratura.
Del 26 de marzo al 9 de mayo.
Matadero. Madrid


La madrileña Casa Encendida dedica una amplia exposición al empleo del sonido como material de partida en la creación artística. La mayor parte de las veces, los sonidos terminan constituyendo un apoyo que complementa al elemento puramente visual. Mientras tanto, no muy lejos, en el Matadero, Pablo Valbuena nos ofrece una experiencia apasionante que, sin utilizar sonido alguno, ofrece al espectador una rara y poética armonía.

La música

Hace menos de un mes, se desmontaba en el Museo Patio Herreriano una instalación llamada Transfigured Schönberg, obra de Dionisio González que tomaba como pretexto al creador del dodecafonismo para erigir una espectacular torre flotante de altavoces que emitían diversos sonidos, en un conjunto alternativamente armónico y desconcertante. El proyecto era uno más de los promovidos por el museo vallisoletano para ser exhibidos en una de sus salas estrella, la antigua Capilla de los Condes de Fuensaldaña, entorno de notable personalidad e interesantes posibilidades. Se ponía así en relación sonido y espacio, o más específicamente música y arquitectura, aunque a tal binomio se llegaba a través del método bastante primario de la encarnación de lo sonoro en los propios altavoces que lo originan -¿recurso a la metonimia?-, de manera que la toma del espacio por el sonido alcanzaba una forma bastante literal. Con todos sus atractivos, la pieza no servía por tanto –ni lo pretendía, seguramente- para resolver el misterio implícito a la bella afirmación del filósofo alemán (y reconocido melómano) Ernst Bloch, según la cual la música no llena el espacio, sino que lo crea.

Y, remontándonos aún más en el tiempo, era precisamente esta frase la que servía como punto de partida para la indagación ofrecida el año pasado por Tabakalera Soinutan, en la que el centro de arte donostiarra orquestaba una seductora experiencia que, como ya se advirtió en estas mismas páginas, poseía en realidad un carácter multisensorial, pero sobre todo conseguía situarnos mucho más cerca de la solución al enigma planteado por Bloch. El soberbio espacio de la antigua fábrica de tabacos era por momentos literalmente alterado –o, por qué no, construido- en la percepción del espectador mediante el recurso a los estímulos auditivos, visuales e incluso olfativos, lo que sugiere que el entorno en el que el ser humano se desenvuelve no deja de ser, en todo o en parte, la proyección de una subjetividad primorosamente modelada.

Bajo similares premisas se sitúa ahora ARTe SONoro, una ambiciosa exposición que organiza La Casa Encendida de Madrid, y que presenta el trabajo de autores como Llorenç Barber, Chris Watson, Angela Bulloch, Ryoji Ikeda, Minoru Sato o Carsten Nicolai, entre otros, con un enfoque pronunciadamente escorado al minimalismo. Aunque el tópico sostiene que las comparaciones son odiosas, lo esencial ha de decirse cuanto antes: el estimable espacio madrileño no puede competir con el poder sugestivo de la Tabakalera, lo que de manera inevitable –y quizá injusta- influye en el ánimo de quien maneje el precedente donostiarra antes de acudir al castizo barrio de Lavapiés, donde se ubica La Casa Encendida. Dicho lo cual, lo cierto es que, curiosamente, ambas muestras ofrecen similares virtudes y limitaciones. Entre las primeras, la ambición e inteligencia de la propuesta, así como el incontestable impacto logrado en los visitantes, que parecen abandonarse sin reservas a la pura vivencia sensorial desde su entrada en las salas de la muestra. Entre las segundas, el recurso una vez más a otros estímulos (luminosos, táctiles), que en la mayor parte de las ocasiones terminan cobrando más peso que aquel que en teoría constituía el núcleo de la propuesta, y que por momentos parece convertirse más bien en una coartada.

Ya Kandinsky –amigo, por cierto, de Schönberg- ponía en relación las artes visuales y la música, mientras aspiraba a dotar sus telas de una cualidad cercana a la armonía melódica. Pero quizá quien ha demostrado mayor exquisitez a la hora de referirse al fenómeno fuera el escritor nipón Yukio Mishima, en una de cuyas novelas menos divulgadas (titulada precisamente “La música”) se empleaba un engañoso y retorcido subterfugio narrativo –la descripción falsamente objetiva de un psiquiatra sobre un caso clínico de histeria femenina- para sugerir asociaciones más refinadas y secretas, según las cuales el orgasmo se presentaría como una melodía imparable desencadenada por el alivio catártico de los traumas infantiles, con lo que esta música bien podría ser la que dirige la coreografía mediante la cual se perpetúa la existencia misma de los seres vivos, generación tras generación.

Sin llegar tan lejos, y aún un poco más al sur de Madrid, las naves del Matadero –cuyo nombre informa del uso que en otro tiempo poseían estos edificios- albergan una muy agradable sorpresa. Basándose en el recurso barroco del trampantojo, el arquitecto y artista visual Pablo Valbuena presenta su “Quadratura”, por la que la antigua cámara frigorífica del matadero cobra una nueva dimensión mediante las proyecciones lumínicas que definen los contornos de sus pilares y los prolongan hasta el infinito de un horizonte virtual creado ad hoc, en un proceso que el espectador percibe casi como una revelación. Gracias a este trabajo que recrea una rara poesía para impregnar de ella el espacio que lo acoge, Valbuena logra dos admirables objetivos: por una parte, demostrar una vez más lo provisional de la línea que separa los espacios reales de los recreados subjetivamente. Por otro, y sin emplear para ello un solo sonido, ofrecer la inigualable sensación de que, en vivo y en directo, se está interpretando una forma personal e inédita de música.

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