lunes, 31 de mayo de 2010

Respetemos a las avestruces


El pasado fin de semana se estrenó en los Estados Unidos el segundo episodio-formato cine de “Sexo en Nueva York”, con críticas demoledoras. Se habla de fracaso de taquilla, al no haber podido encaramarse al primer puesto de las recaudaciones, siendo superada por la cuarta entrega de “Shrek” en la segunda semana de ésta. La tinta impresa y las imágenes promocionales coinciden en señalar que la historia del grupo de neuróticas adictas a lo textil se ha adentrado sin reparos en el terreno de la autoparodia. En efecto, hay que reconocer que la visión de cuatro avestruces humanas forradas de gasas y brillos avanzando con paso decidio por las arenas del desierto produce horror e incredulidad. Todo resulta ligeramente pasado de moda: como señalaba el último número de “Fotogramas”, en un momento en el que la crisis mundial clama por un tímido retorno del minimalismo noventero, estos excesos bling-bling resultan “tan 2005” que cabe pensar que sus productores han errado el tiro.

Por mi parte, creo que este es justamente el momento de encariñarse con el producto, después de haberlo detestado desde que el famoso tutú rosa de Sarah Jessica Parker apareció en la pequeña pantalla por primera vez. Jamás he empatizado con el provincianismo manhatteño de “Sexo en Nueva York”, con su obsesión por aplicar valores de cuento de hadas en el mundo occidental contemporáneo, con su hortera desfile de marcas, con la construcción de una rancia fantasía visual de estilista hiperestimulado a partir de cuatro perchas perfectamente vulgares, reflejo de todo lo que detesto en la –intrínsecamente errónea- idea que hoy está extendida como significado del concepto “elegancia”. Alfombra roja, escotes palabra de honor, rasos en colores pastel y sandalias doradas. Qué aburrimiento, y que fealdad.

Sin embargo, cuando los signos externos parecen indicar que la serie ha asumido con valentía su propia naturaleza kitsch, su inefable monstruosidad, lo único que puede hacerse decentemente es sentir afecto por ella, y aún diría más: respetarla.

Porque la autenticidad, aunque sea dentro de lo falso, me merece todo el respeto del mundo.

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