jueves, 13 de mayo de 2010

El culto a Dune


El otro día pasaron por televisión “Dune”, la película dirigida en 1984 por David Lynch. Basada en un best-seller de ciencia-ficción de Frank Herbert que integraba en un marco de intrigas comerciales interplanetarias una historia de mesianismo, ecología y experimentos genéticos, fue una carísima superproducción financiada por los de Laurentiis, que contrataron a Lynch después de un primer intento fallido con Alejandro Jodorowsky (que pensaba pagar un pastizal a Salvador Dalí por interpretar el breve papel del emperador Padishah Saddam IV). Cuando se estrenó en los cines, la crítica la masacró: confusa, fea, pretenciosa o cutre fueron algunos de los adjetivos que le dispensaron. Pero pronto se conviertió en un objeto de culto, que es como hoy ha pervivido.

Yo me sumé a ese culto de niño. Y renové mis votos el otro día, ante el televisor.

En efecto, la película sangra fatalmente por profundas heridas, como unas escenas de batallas y unas persecuciones en la arena rodadas de manera algo pedestre y liosa, y algunos efectos especiales que pueden cantar un poco, pero comparados con sus virtudes, estos defectos quedan completamente eclipsados. Lynch realizó una obra de ciencia-ficción grandiosa y enfermiza, un folletín galáctico metafísico, la madre de todas las space-operas. Partiendo de un material bastante dudoso –la novela de Herbert tiene muchas cosas interesantes, como el modo en que es capaz de orquestar una amalgama de religión, economía y política, pero no destaca precisamente por la calidad literaria de su prosa o la definición de personajes-, entregó una obra personal y magnética, admirablemente creativa y llena de maravillosos detalles de caracterización y escenografía. Nada que ver con el ligero y desenfadado estilo de aventuras espaciales que se llevaba en la época, ni tampoco con la fría corriente de existencialismo o distopía high-tech que también proliferó. El "Dune" de David Lynch es una obra insólita, un tesoro. Hay en ella escenas estupendamente rodadas, con la cualidad onírica e inquietante típica de su autor, en las que los protagonistas aparecen como recortados con respecto a los decorados de fondo, en ángulos de una gran capacidad expresiva. Y, como siempre en Lynch, la música está utilizada de un modo personal y fascinante, lográndose momentos de considerable impacto estético.

Es cierto que el amplio reparto a menudo desfila sin pena ni gloria (Sean Young, Max Von Sydow o Virginia Madsen: desaprovechados), pero a cambio están muy bien Kyle MacLachlan (un Paul Atreides icónico, tan joven y tan impecablemente guapo), Francesca Annis (perfecta, llena de señorío y también de erotismo velado como Lady Jessica), Siân Phillips (lo mejor que hizo nunca después de su mítica Livia de “Yo, Claudio”), Brad Dourif, José Ferrer o Linda Hunt.

Pero, sobre todo, nadie que haya visto esta película podrá olvidar a Kenneth McMillan como el Baron Harkonnen. Con su repulsivo maquillaje de bubas, su sobrepeso generosamente exhibido por el vestuario y sus suspensores gravitatorios, fue responsable de algunas de mis pesadillas infantiles, y constituye una de las mejores ideas que Lynch ha tenido nunca.

Por cierto, hace tiempo pasaron por televisión una nueva versión de la novela de Frank Herbert, en formato miniserie: apenas aguanté quince minutos de aquel espantoso rollazo.

2 comentarios:

R dijo...

Suscribo cada una de tus reflexiones, inclusive las pesadillas infantiles. A mi sacaron de Star Wars para caer en Dune y fue como una bofetada...! Y que me dices de los trajes de los fremen...?!

Pano L dijo...

El vestuario de la película es estupendo. Nada ue ver con las horteradas galácticas de la época (¿os acordáis de Flash Gordon? Hoy tiene su gracia kitsch, pero era para matar al figurinista). Los trajes de los Fremen, en efecto, tienen hoy en día un aspecto de lo más moderno y "cool".