En el grupo, tres de los presentes en el evento de ayer. Con bastón, el centenario Manoel de Oliveira. A la derecha, el director del la Filmoteca de Lisboa. El primero por la izquierda es Ricardo Trêpa, actor y nieto del maestro.
Ayer corrí a la Filmoteca Española a la salida de mi trabajo, porque a las 19:30h comenzaba la proyección de “Viaje al principio del mundo”, película del Oliveira de finales de los 90, que entre otras cosas destaca por ser la última que interpretó el gran Marcello Mastroianni antes de morir. En ella, el ya consumidísimo Mastroianni interpreta un nada disimulado alter ego del director, en una breve y hermosa historia sobre un actor francés que debido a un rodaje se encuentra visitando Portugal, situación que aprovecha para reencontrarse con sus raíces familiares en compañía de tres miembros locales del equipo. El actor está interpretado por un correcto Jean-Yves Gautier, y junto a él destacan los estupendos veteranos del casting, Mastroianni e Isabel de Castro (actriz portuguesa mítica, que fuera toda una estrella en los 50 tanto en su país como en el nuestro). Vuelven a estar presente la elegancia de Oliveira para el encuadre y el movimiento de los actores, los planos luminosos y expresivos, el humor al mismo tiempo naïf y sofisticado, los diálogos limpios y redondos. En suma, la película me encantó.
Pero lo mejor de todo fue la sorpresa que me esperaba nada más llegar. No tenía ni idea de que, previamente a la proyección, se contaba con la presencia nada menos que del mismísimo Manoel de Oliveira para responder a las preguntas de los espectadores. En el escenario del cine Doré se había instalado una gran mesa de madera y, a la vista del público que abarrotaba la sala (sólo quedaban libres varios asientos destinados a autoridades y otros invitados, vergonzosamente etiquetados y sin ocupante), aparecía un grupo de seis personas, lideradas por un hombre que aparentaba unos setenta y cinco años y subía las escalerillas con absoluta agilidad, pese a llevar un bastón cuya función parecía más que nada ornamental. Obviamente, éste era Oliveira. El resto del séquito estaba compuesto por los directores de las filmotecas madrileña y portuguesa, el crítico de cine Carlos F. Heredero, una señora de mediana edad que oficiaba (hilarantemente mal) como traductora, y un muchachote que fue presentado como “Ricardo Trêpa, actor portugués que ha trabajado de varias películas de Oliveira”. Nadie mencionó que además el resultón Trêpa es nieto del director: francamente, alguien debería asegurarse de que los genes de esa familia no se pierden. Si algún día nos desyunáramos con la mala noticia de que el ser humano se encuentra en peligro de extinción, el ADN de los Oliveira podría bastar para revitalizar la especie.
La cuestión es que me fascinó Oliveira. Una hora estuvo allí sentado, respondiendo a las tópicas preguntas que le dirigió Heredero, y después a las algo más sustanciosas del público. Bromeó varias veces, hizo algunos interesantes (y, todo hay que decirlo, también algo reaccionarios) comentarios sobre lo público y lo privado, el cine y el vídeo y el uso de la palabra en su cine, sobre lo que fue preguntado por enésima vez. Soy incapaz de comprender por qué casi todos los críticos parecen obsesionados con la utilización de la palabra en las películas de Oliveira. Es cierto que sus diálogos son deliberadamente literarios, cualidad reforzada por el bonito modo antinaturalista en que los actores los recitan, pero lo que en mi opinión posee más fuerza y originalidad en su obra es el tratamiento visual, de un gusto y una inventiva insólitos.
En menos de un mes, Oliveira cumple cien años. Si todo va bien, la ocasión lo cogerá trabajando en su próxima película, que aprovechó para anunciar ayer en la Filmoteca. Se trata de “Singularidades de uma Rapariga Loira”, basada en un cuento de Eça de Queiroz, que protagonizará su nieto junto a la habitual Leonor Silveira. Se mantiene, pues, la premisa de rodar al menos una película por año. Todo asombroso, desde luego.
Mientras Oliveira volvía a bajar las escaleras, llevando su bastón casi como lleva su vara una majorette, el público aplaudía entusiasmado. Por un momento, todos creímos que los milagros existen.
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