Olivier Assayas es uno de los directores franceses actuales más interesantes, y también uno de los más desconocidos en nuestro país. Fue en los 80 guionista de André Téchiné, y después uno de los directores mimados por los Cahiers du Cinéma, que apreciaron incluso algunos de sus trabajos más discutidos, como las postmodernas “Demonlover” y “Boarding Gate” o la clásica (algunos hasta la tildaron de “academicista”) “Les destinées sentimentales”. La sección oficial del festival de San Sebastián acogió hace unos años “Fin août, début septiembre”, por cierto con bastante éxito de crítica. Este año, Assayas ha dirigido y estrenado “L’heure de l’été” (“Las horas del verano”, en la traducción española) con muy poco ruido pese a contar en su reparto con una estrella como Juliette Binoche: ninguna presencia en el concurso de los grandes festivales internacionales y críticas tibias en su país de origen. Ni siquiera ha entusiasmado a los Cahiers, que por una vez han tratado a Assayas con cierta displicencia.
Yo fui a verla el pasado fin de semana, y salí entusiasmado del cine. Creo que se trata, de hecho, del estreno que más me ha gustado este año que está a punto de cerrarse sin que pueda recordar ninguna otra novedad memorable.
Perfectamente narrada y puesta en escena, con una inusual utilización de la elipsis y una perfecta sabiduría de la duración del plano, “Las horas del verano” está dirigida como si fuera una película de época, sólo que da la casualidad de que esa época es la presente. Existen curiosos vínculos temáticos y formales con la que en mi opinión es la mejor película de James Ivory, “Howards End”, e incluso una secuencia muy similar a otra que había en ésta última, en la que una mujer se acerca a una casa de campo y es filmada desde el interior, a través de los cristales de las ventanas. No hay tremendismo, y nada resulta nunca demasiado explícito, aunque algunos de los temas tratados podrían hacer salivar a un productor de telefilms de sobremesa. El trabajo de iluminación es en sí una auténtica obra de arte, con Éric Gautier luciéndose en todos y cada uno de los planos: pocas veces se ha dispensado semejante tratamiento visual a los objetos, que aparecen como depositarios y reflectores de sentimientos humanos. En cuanto a los actores, Charles Berling y Jérémie Rénier están espléndidos, como Édith Scob (¿alguien recuerda “Los ojos sin rostro” de Franju?), sutilmente irritante en un papel de monomaniaca. A Binoche se le reserva uno de esos sostenidos planos de sufrimiento desnudo en los que está justamente especializada, y el director consigue que su aura estelar no chirríe en casi ningún momento.
Hay otro motivo distinto de los valores puramente artísticos (que son los únicos por los que un crítico debería juzgar una película o una obra de arte), y es la forma en que Francia, y todo lo que de ella admiro, aprecio y disfruto, aparece encapsulada en la cinta de Assayas. El concepto del bienestar, de la herencia, de la sociedad, la familia, el arte, la belleza, la comida, que irradia la película es inconfundiblemente francés, hasta el punto que recomendaría a cualquiera que quisiera aprender algo sobre cultura e idiosincrasia galas que acuda a ver “Las horas del verano” como si se hubiera matriculado en un cursillo intensivo. A cambio del mismo precio que suele pagar por ver una mala película, obtendrá su cursillo y también lo más parecido a una obra maestra que es posible encontrar en la actual cartelera de estrenos.
Yo fui a verla el pasado fin de semana, y salí entusiasmado del cine. Creo que se trata, de hecho, del estreno que más me ha gustado este año que está a punto de cerrarse sin que pueda recordar ninguna otra novedad memorable.
Perfectamente narrada y puesta en escena, con una inusual utilización de la elipsis y una perfecta sabiduría de la duración del plano, “Las horas del verano” está dirigida como si fuera una película de época, sólo que da la casualidad de que esa época es la presente. Existen curiosos vínculos temáticos y formales con la que en mi opinión es la mejor película de James Ivory, “Howards End”, e incluso una secuencia muy similar a otra que había en ésta última, en la que una mujer se acerca a una casa de campo y es filmada desde el interior, a través de los cristales de las ventanas. No hay tremendismo, y nada resulta nunca demasiado explícito, aunque algunos de los temas tratados podrían hacer salivar a un productor de telefilms de sobremesa. El trabajo de iluminación es en sí una auténtica obra de arte, con Éric Gautier luciéndose en todos y cada uno de los planos: pocas veces se ha dispensado semejante tratamiento visual a los objetos, que aparecen como depositarios y reflectores de sentimientos humanos. En cuanto a los actores, Charles Berling y Jérémie Rénier están espléndidos, como Édith Scob (¿alguien recuerda “Los ojos sin rostro” de Franju?), sutilmente irritante en un papel de monomaniaca. A Binoche se le reserva uno de esos sostenidos planos de sufrimiento desnudo en los que está justamente especializada, y el director consigue que su aura estelar no chirríe en casi ningún momento.
Hay otro motivo distinto de los valores puramente artísticos (que son los únicos por los que un crítico debería juzgar una película o una obra de arte), y es la forma en que Francia, y todo lo que de ella admiro, aprecio y disfruto, aparece encapsulada en la cinta de Assayas. El concepto del bienestar, de la herencia, de la sociedad, la familia, el arte, la belleza, la comida, que irradia la película es inconfundiblemente francés, hasta el punto que recomendaría a cualquiera que quisiera aprender algo sobre cultura e idiosincrasia galas que acuda a ver “Las horas del verano” como si se hubiera matriculado en un cursillo intensivo. A cambio del mismo precio que suele pagar por ver una mala película, obtendrá su cursillo y también lo más parecido a una obra maestra que es posible encontrar en la actual cartelera de estrenos.
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