lunes, 5 de julio de 2010

Lecturas obligadas


Crítica de arte que publiqué hace unos días:


El Reina Sofía de Madrid ha puesto en práctica un ambicioso proyecto consistente en ofrecer dos miradas distintas, a cargo de sendos comisarios-artistas, basadas en los fondos de su amplísima colección, la mayor parte de la cual no se exhibe habitualmente al público. El resultado incorpora una notable riqueza, en particular por lo que respecta a la exposición sobre el realismo a cargo del artista vasco Juan Luis Moraza.

Lecturas obligadas

Puede decirse sin temor a la hipérbole (temor que tiene más de vértigo ante el ridículo que de prevención antirretórica) que los fondos del Museo Reina Sofía tienden a lo inabarcable. Cuando hablamos de unas 18.000 piezas destiladas de siglo y medio de creación artística, de las cuales muchas jamás han abandonado los almacenes de la institución desde que ésta las adquirió, nos enfrentamos a una auténtica mina tan prolífica como necesariamente dispersa. Por eso conviene comenzar este texto resaltando que toda operación curatorial que desee ponerse en práctica a partir de semejante yacimiento es susceptible de generar resultados de una enorme riqueza, o de enfangarse en el –por desgracia, habitual en el panorama contemporáneo- cenagal de la imprecisión y la vacuidad. Para asegurarse el éxito en la empresa, hacía falta reunir dos requisitos: primero, tener de antemano las ideas muy claras (lo que, en opinión de quien esto escribe, aunque presente todos los síntomas de la afirmación obvia, no siempre constituye un requisito imprescindible en el ámbito de la creación artística); segundo, una considerable capacidad de trabajo. Es justo avanzar antes que nada que si algo queda claro a la vista de los productos obtenidos por estas “Dos lecturas sobre la colección” es la concurrencia de ambas condiciones.

La artista siciliana afincada en Berlín Rosa Barba (1972), en cuya obra posee particular peso el formato vídeo 16mm, ha atribuido a la exposición que comisaría el prolijo título “Una conferencia comisariada. Sobre el futuro de la fuerza colectiva en el contexto de un archivo”. Bajo la premisa no tanto de ofrecer conclusiones definitivas o de ilustrar una tesis establecida a priori como de formular cuestiones que emerjan a la luz del diálogo entre piezas y artistas, reúne hasta medio centenar de trabajos de autores ampliamente reconocidos de los dos últimos siglos, desde Picasso hasta Cindy Sherman. Las obras se presentan sin cartelas identificativas, siendo reconocibles por un esquema de relaciones presentado en la entrada de la sala. Parece razonable pensar que con ello se pretenda favorecer la participación activa del espectador, rebajando los apriorismos inconscientes e incidiendo en el factor de autodescubrimiento. Curiosamente, el resultado más patente es que se potencia el valor icónico de algunas de las piezas al despojarlas de la redundancia explicativa, como ocurre con la Spider de Louise Bourgeois, cuya poderosa presencia y aura brutal dominan el recinto. En última instancia, la exposición termina convirtiéndose en un inesperado homenaje a la artista francesa recientemente fallecida, contra lo que, bien mirado, nada habría que objetar.

Muy distinto es el artefacto que pone en escena el artista gasteiztarra Juan Luis Moraza (1960) como comisario de “El retorno de lo imaginario. Realismos entre XIX y XXI”. La empresa consiste en exponer una compleja concepción sobre la esencia de un movimiento cuyas raíces decimonónicas han generado brotes en los dos siglos siguientes, y que por el momento no parece dispuesto a dejar de florecer. El realismo –Moraza habla más bien de los realismos- sería en realidad un prisma dividido en una multiplicidad de facetas/tendencias, englobando no sólo sus representaciones canónicas y las derivaciones más extremas de éstas (como el naturalismo), sino también gran parte de las fuerzas surgidas como reacción opositora (abstracción, surrealismo). Estaríamos, pues, ante un fenómeno de una dimensión tan generosa –o de tal voracidad depredadora, según la postura de cada uno- que casi todo lo engloba, hasta el punto de integrar limpiamente a sus propios vástagos sediciosos. Moraza diseña una matriz de doble entrada en cuyo eje vertical dispone al plano temporal (los siglos XIX, XX y XXI), y en el horizontal las tres grandes agrupaciones conceptuales (realismo icónico, simbólico e indicial), esquema que traslada con toda fidelidad a los muros y suelos de la sala, sobre los que dispone las piezas. Retomando –y adaptando- un concepto expositivo en apariencia vetusto, las obras ocupan la pared colocadas en tres filas (cada una de ellas representando uno de los siglos del ámbito temporal contemplado), revelando así las asociaciones más insospechadas, que sin embargo en este contexto se revisten con el peso definitivo de la evidencia. Esta decisión podía haber implicado la conjuración del riesgo del revoltijo, que sin embargo ni remotamente llega a cristalizar. La exposición resulta de una inusual riqueza, pero su férrea adhesión a la idea de partida, su renuncia a toda digresión respecto a ella, la dota de una coherencia que soslaya tanto la dispersión como el embarullamiento. La resolución que alcanzan las premisas de partida es admirable, principalmente por la amplitud de planos en los que demuestra su efectividad: los de ejercicio didáctico, intelectual y puramente estético, entre los más destacados. El hecho de que todo esto se haya construido a partir de los fondos del MNCARS, el pensar en el ejercicio de pura arqueología que ha sido necesario para materializarlo, sólo sirve para incrementar el asombro. Dada la abundancia existente de experimentos sobre el papel ambiciosísimos y que finalmente acaban revelando su propia nadería o dispersión, la enjundia y el rigor de la propuesta de Moraza también abruman un poco, desde luego. Al abandonar la sala, las ideas y los interrogantes se agolpan, y el volumen de información recibida bulle furiosamente como paso previo a hallar su ubicación definitiva en la conciencia del espectador.

La sensación resulta -huelga decirlo- extraordinariamente placentera.

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