miércoles, 18 de noviembre de 2009

Viaje en el tiempo


Una Nochebuena, a principios de los años 80. Después de ponerse las botas en una cena desproporcionada –como aún se entiende que debe ser-, tres niños permanecen como hipnotizados frente al televisor. Televisión Española emite “My Fair Lady”.

Huelga decir que uno de aquellos tres niños era yo.

El otro día estuve viendo la versión restaurada de “My Fair Lady” (1964), de George Cukor, y en cierto modo reviví la sensación de empacho y espeso confort familiar de hace veinticinco años. Todo en la película es de un buen gusto maravilloso, y al mismo tiempo irremediablemente kitsch. La primera mitad de sus más de tres horas pasa como un soplo; la segunda, repetitiva y de limitado interés dramático, no tanto.

Tan inteligente como cursi, la improbable historia de Eliza, la florista cockney que es convertida en una dama de dicción aristocrática por el experto lingüista Henry Higgins desfila (nunca mejor dicho) ante nuestros ojos en un torbellino de colores, grandiosos decorados y alucinante vestuario de Cecil Beaton. Audrey Hepburn está tan fantástica como siempre, aunque no resulte muy verosímil cuando es una fierecilla zafia, y aunque su voz en las canciones fuera doblada por la relamida Marni Nixon (en realidad, Hepburn le “robó” el papel a Julie Andrews, que había triunfado antes en Broadway con la obra y era la principal candidata a ser la Eliza cinematográfica, pero los productores decidieron que necesitaban una actriz más conocida): de todos modos, ¿quién en su sano juicio pensaría que los modelos de Beaton podrían sentar mejor a ninguna otra persona en el mundo? En cambio a Rex Harrison, que ganó el oscar por este papel, lo encuentro más bien chillón e irritante. A él no lo doblaron, pero ciertamente lo habría merecido, ya que en lugar de cantar aúlla a voz en grito las estrofas del profesor Higgins. De todos modos, el mejor intérprete de la película es un señor llamado Stanley Holloway, que hace del padre de Hepburn y protagoniza dos magníficos números (“With a Little Bit of Luck” y “Get me to the Church on Time”): un showstopper.

Ambos momentos son lo mejor del tinglado, junto con toda la secuencia de Ascot -desde la espectacular coreografía que explota al máximo las posibilidades de decorados, vestuario, maquillaje y peluquería hasta el grito de Audrey Hepburn animando a su caballo- y la canción “Wouldn’t It Be Loverly?”, que concentra perfectamente la esencia de toda la película y el musical en el que ésta se basa. Se trata de un objeto lujoso y afectado, que remite a los tiempos cálidos y un poco pegajosos de infancia navideña en familia.

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