jueves, 30 de octubre de 2008

Gran Serge


Cuando yo era niño, conocía bien la melodía de “Je t’aime, moi non plus” porque la televisión española recurría a ella invariablemente cuando quería sugerir intercambio carnal. No tenía ni idea de que había sido compuesta por Serge Gainsbourg, ni desde luego sabía qué era lo que susurraban en francés sus intérpretes, un chico y una chica, entre gemido y gemido. Más tarde, ya adolescente, vi en uno de esos ciclos de La 2 que ya no se estilan una mediocre película de Claude Berri, “Je vous aime”, cuya banda sonora incluía varias canciones de Gainsbourg que él mismo cantaba a dúo con una Catherine Deneuve a la que la naturaleza ha dotado de todas las virtudes imaginables salvo la capacidad de afinar. Para un chaval en edad difícil y que acababa de quedar deslumbrado con la chanson gracias al desgarro de Jacques Brel y el lirismo de Brassens, aquel tal Gainsbourg era poco más que un frívolo y un rijoso.


Ha sido hace poco cuando he vuelto sobre el músico franco-ruso, y sólo lamento haber vivido tanto tiempo en el error de creer que no me estaba perdiendo nada del otro jueves. Cuanto más lo escucho, más admiración me causa su genio peculiar y desviado. Se ha convertido ya sin duda en mi autor pop preferido, y me río cuando hablan de la profundidad de Bob Dylan (profundidad de pacotilla) o del talento melódico de Paul McCartney (sin comentarios). Las canciones de S.G. me divierten (a veces hasta la carcajada), me emocionan, me sorprenden, me erotizan y hasta pueden darme un poquito de repelús, y todo eso es mucho más de lo que ha conseguido ninguno de sus semejantes. Además, me fascina su físico, la única combinación verdaderamente lograda que conozco entre lo grotesco y lo exquisito. Sus ojos de batracio en viaje de LSD, sus labios hinchados y un poco húmedos, sus orejas despegadas y el histrionismo desplegado al acercarse un cigarrillo a la boca se combinaban para crear verdadera magia. Y su manera de resultar realmente trasgresor sin perder la elegancia es en sí misma un talento que nadie podrá negarle jamás.


Fijémonos, por ejemplo, en “Les sucettes”, compuesta allá por 1966. France Gall, una jovencita que no llegaba a los 20 años y de aspecto tan delicioso e inocente como un pastelito de limón, fue la encargada de interpretar este tema cuya letra explicaba el caso de una tal Annie, quien adoraba chupar los pirulíes que compraba por unos “pennies”, y que se encontraba en el paraíso cuando el azúcar con gusto a anís de los pirulíes se deslizaba por su garganta. El subtexto estaba tan claro que no creo que haga falta explicarlo, pero por si acaso no tiene desperdicio el vídeo-clip que se rodó para la televisión francesa (insisto: ¡en 1966!), en el que Gall es flanqueada por unas fálicas golosinas de tamaño natural ejecutando su delirante coreografía, con insertos de primeros planos de muchachas dándole al chupeteo. A pesar de todo, mademoiselle Gall pronto excluyó la canción de su repertorio, según se dijo enfadadísima al enterarse de la sucia verdad. Cuesta mucho trabajo creer que no se hubiera dado cuenta antes por muy joven e inexperta que fuera, y más aún que nadie la hubiera advertido de ello, pero en fin. Lo mejor de todo es que, cuando a la susodicha le preguntaron en una entrevista por qué había dejado de cantar “Les sucettes”, uno de los mayores éxitos de su carrera, su respuesta fue: “Ya no es propia de mi edad”. Remarco en esta frase la palabra “ya”.


Recordemos también que Brigitte Bardot grabó la primera versión del mencionado “Je t’aime, moi non plus”, de lo que se arrepintió de inmediato, y fue entonces cuando Jane Birkin tomó su testigo como partenaire artística y sentimental del autor. Tanto mejor: las delirantes “Bonnie & Clyde” e “Initials B.B.”, cantadas a dúo con la actriz de “…y Dios creó a la mujer”, son lo que menos me interesa de su obra. Birkin era la musa e intérprete perfecta para S.G.: no tenía (ni tiene) ninguna voz, por lo que convertía los tonos agudos en afónicos estertores, y su rostro era absolutamente inexpresivo, pero poseía un sex-appeal fresco, natural y desvergonzado y una generosa vitalidad. Las imágenes en las que ambos bailan “La décadanse” son inolvidables: él arrima su pelvis al culo de ella, quien, sin dejar de sonreír, aparta una y otra vez esa mano que se posa en su pecho obstinadamente.


No tuvo reparos en asumir sucesivamente las claves de modas musicales como el rock, el ye-ye, la psicodelia, el disco, el funky e incluso (horror) el reggae, con una distancia irónica que lo ha mantenido a salvo de las fechas de caducidad. Sus letras, retorcidas, coquines, pródigas en unos juegos de palabras al mismo tiempo burdos y refinados, son puro dadaísmo (ver mi entrada sobre Duchamp, Man Ray y Picabia en este mismo blog). Entre los trabajos de S.G. que más me gustan, citaría las evocadoras “La javanaise” y “L’eau à la bouche”, junto con “Elaeudanla teïteïa”, “Le poinçonneur des Lilas”, “Comic strip”, “L’anamour”, “La chanson de Prévert”, “Dieu est un fumeur de havanes” (atención, por favor, al vídeo: a cómo su brazo atenaza e intenta atraer a una rígida, incomodísima Deneuve), “Je suis venu te dire que je m’en vais” o “Lemon incest”. Cada una de ellas es a su manera una lección de saber vivir. Todas están espléndidamente escritas y contienen toneladas de originalidad, malicia y bravura. Pero, sobre todo, son para mí modernidad en estado puro.


No es posible ser más moderno ni más sofisticado que Serge Gainsbourg. Esta afirmación es algo que un adolescente jamás podrá comprender: hace falta llegar al menos a los treinta años para asumir todo su alcance.

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