viernes, 10 de octubre de 2008

La aventura es la aventura

Volver a la casa de mis padres es una experiencia que suele generarme sentimientos variados y a menudo contradictorios. En algún momento me gustaría emitir unas pocas impresiones sobre la familia (no necesariamente sobre la mía, sino sobre la institución en general), que es un tema que siempre me ha fascinado. En algún momento que no sea este, desde luego.

En fin, lo que ahora procede es explicar que he aprovechado unos días de las últimas vacaciones, entre viaje y viaje, para visitar a mis padres en su casa de veraneo, en Plentzia. Plentzia es un pueblo de la costa cantábrica donde abundan las segundas residencias de bilbaínos (jubilados y matrimonios jóvenes con niños es lo que más se ve últimamente), y cuyos principales activos son una playa aceptable, una práctica conexión con Bilbao vía metro y una notable abundancia de fiestas populares en los meses de verano. Cuando hace mal tiempo, lo que sucede muy a menudo, nadie en su sano juicio va a la playa (los vizcaínos, como todo el mundo sabe, son de costumbres fijas, además de fieles seguidores de las leyes de la lógica) y dada la ausencia de alternativas el aburrimiento se adueña del lugar. Los veraneantes deambulan de una a otra de las escasas cafeterías que hay en el pueblo para ser horriblemente atendidos por camareros aún más hastiados que ellos, y se quejan del tiempo que les está tocando como si fuera la primera vez en su vida que se enfrentaran a una semana de nubes y chaparrones en pleno agosto, como si estuvieran en Tenerife y hubieran escogido este emplazamiento precisamente por su clima privilegiado. Hay algo conmovedor y muy representativo del carácter local en esta procesión de zombies gruñones que debería ser rescatada como atracción turística. Sobre todo, ilustra a la perfección el motivo de que la mitad de los vascos emigren a Benidorm en cuanto tienen edad de hacer lo que realmente les apetece.
Mi visita coincidió precisamente con una de estas crisis climáticas, así que decidí buscar algún recurso con el que entretenerme en el Pueblo de los Malditos, evitando así contagiarme de la mala hostia generalizada. Entre los variados sentimientos que mencionaba en las primeras líneas de este texto ocupan un lugar importante la nostalgia y la curiosidad, a las que me entregué con entusiasmo. Rebuscando entre los trastos que me pertenecían cuando yo era niño, y que mis padres todavía guardan dentro, encima y debajo de diversos armarios, encontré la colección completa de álbumes de Tintín, que no releía desde los años 80. Perfectamente ordenados como era mi antigua costumbre (con el tiempo he ido descubriendo en mí una creciente tendencia a la anarquía que antes ignoraba), y en excelente estado de conservación. Esto último se debe sobre todo, imagino, a que mis sobrinos no parecen demasiado interesados en los libros, así que no se han molestado en investigar qué contenían aquellos cuadernos de lomos amarillos.
Devoré los tintines como si fueran palomitas de maíz. Aprecié especialmente la calidad de los dibujos, de un gusto y una inventiva fuera de lo común. El castillo de Moulinsart, el cohete con destino a la luna, los barcos, aviones y hoteles ideados por Hergé a partir de modelos reales merecen por derecho propio un puesto entre las obras maestras de la iconografía del siglo XX. La narración es impecable y, pese a la absoluta ausencia de elementos novelescos, psicológicos o sentimentales, atrapa al lector. Pero, sobre todo, reencontré aquello que me cautivaba de niño, y es la pasión por la aventura, la aventura gozosa y gratuita. Las coartadas de Tintín, Milou y Haddock para zambullirse en ella son tan leves e irrelevantes que se esbozan en las primeras viñetas y después se olvidan rápidamente, así que basta la satisfacción que generan las propias peripecias, el ansia por saber cuál será la siguiente que nos espera, para que el interés no decaiga ni un instante. Como la aventura va inseparablemente unida a los viajes, para un niño que apenas había llegado más allá de donde el coche familiar era capaz de transportarlo la oportunidad de seguir al reportero del tupé por China, Egipto, Centroamérica o el Congo constituía un regalo impagable, además de sembrar la sospecha de que allá fuera existe un mundo vastísimo que debe ser explorado a toda costa. Por ello creo firmemente que Tintín contribuyó a modelar todo lo que ahora soy a partir de la inestable materia infantil mucho más que los Escolapios o los payasos de la tele (menos mal).
Algo he escuchado acerca del proyecto de Steven Spielberg de adaptar los comics de Hergé al cine, aliado con Peter Jackson. Proyecto que, según noticias de última hora, se ha paralizado por problemas de financiación. Encuentro que el interés de Spielberg por el personaje de Hergé era una obviedad que caía por su propio peso. En realidad, S.S. ya ha realizado su adaptación con las cuatro entregas de Indiana Jones: el arqueólogo americano no es más que un Tintín al que se ha añadido sexualidad, familia y, ay, vulnerabilidad frente al paso del tiempo. Me di cuenta de ello hace unos meses, viendo “Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal” cuando Indy es acechado por un par de ojos que surgen de entre las sombras de una construcción funeraria maya. Descubrí que aquel breve plano estaba ya en mi subconsciente, pues Hergé lo había dibujado mucho antes que los story-boarders de Spielberg.
Se ha criticado en Hergé un racismo palmario y colonialista, y he de admitir que cuesta rebatir esta acusación sin prescindir de la honestidad. No encuentro nada de xenófobo en sus comics, si por xenofobia entendemos miedo o rechazo a los extranjeros, como establece la etimología. Pero sí es cierto que ya se trate de negros (Tintín en el Congo), gitanos (Las joyas de la Castafiore) u orientales (El loto azul), entre otros grupos étnicos, el tratamiento otorgado a los comparsas es de un paternalismo sonrojante. En mi opinión, esto se debe a que Hergé no podía evitar (ni lo deseaba, seguramente) que su obra fuera en el fondo un producto netamente burgués, fiel reflejo de sí mismo. Del mismo modo que Moulinsart encarna el paraíso habitacional soñado por las clases medias occidentales, todos los perjuicios de las mismas aparecen representados en las páginas de Tintín, aunque sea en parte domesticados por el sentido común y (de nuevo) el buen gusto del creador belga. Creo que, por fortuna, esta faceta de la obra de Hergé ha dejado en mí menos poso que las otras.
Cuando cerré el último álbum me sentí afortunado por haber disfrutado de una alterativa a la playa mucho más sugestiva que la limitada ruta de bares de Plentzia. Y también ansioso por comenzar el próximo viaje, la próxima aventura, que es siempre la más importante.
Una curiosidad: secuencias de las dos únicas películas sobre Tintín rodadas en imagen real hasta el momento. El estilismo no tiene desperdicio:

http://www.youtube.com/watch?v=GgBp5eh06J0

http://www.youtube.com/watch?v=csc4jRSGKhg&feature=related

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