La semana pasada acudí el Teatro Compac Gran Vía de Madrid para ver la reposición de “Cómeme el coco, negro”, de La Cubana. Si no me equivoco, la obra se estrenó por primera vez hace casi veinte años. Desde entonces ha llovido mucho en nuestro país, y en este tiempo se han sucedido los puntos de inflexión, juegos olímpicos de Barcelona incluidos. Ni siquiera La Cubana es ya lo que era: sospecho que no queda en la compañía uno solo de los actores del reparto original. Es muy probable que esto afecte negativamente al resultado final: por muy buenos que sean los nuevos cómicos, sería imposible reproducir la frescura de una gente que estuvo implicada en el proyecto desde su misma génesis.
Pero, de algún modo, me parece que el show también ha ganado en otro sentido: quedando más lejos los tiempos dorados del music-hall y la cutrez entrañable de la revista tipo Paralelo, la pieza adquiere un carácter testimonial que antes quedaba más diluido y, por comparación con su entorno actual, la comicidad tierna y vulgar del texto, escenografía e interpretaciones destaca de un modo más evidente.
Por ir directo a la cuestión: lo pasé muy bien sentado en mi butaca. Me reí y aplaudí unas cuantas veces, habiéndome prestado sin reparos al juego que se me proponía. Ni un segundo de aburrimiento en todo el espectáculo, parece haber sido el propósito que se establecieron sus creadores, y que se ha respetado escrupulosamente en este reestreno. Se grita constantemente, se abusa de lo chabacano, hay también instantes fugaces de ternurismo, eso es verdad. Pero el tedio no aparece por ninguna parte, y en cambio sí lo hacen la imaginación y la perspicacia, que son realmente la espina dorsal del montaje. Algunos de los actores son verdaderamente estupendos, clavando sus tipos con notable inventiva. Es fácil augurarles un porvenir tan luminoso como el que tuvieron algunos de sus predecesores.
En fin, que hay que ver este nuevo-viejo “Cómeme el coco, negro”. Un reencuentro de ésos que dan gusto.
Pero, de algún modo, me parece que el show también ha ganado en otro sentido: quedando más lejos los tiempos dorados del music-hall y la cutrez entrañable de la revista tipo Paralelo, la pieza adquiere un carácter testimonial que antes quedaba más diluido y, por comparación con su entorno actual, la comicidad tierna y vulgar del texto, escenografía e interpretaciones destaca de un modo más evidente.
Por ir directo a la cuestión: lo pasé muy bien sentado en mi butaca. Me reí y aplaudí unas cuantas veces, habiéndome prestado sin reparos al juego que se me proponía. Ni un segundo de aburrimiento en todo el espectáculo, parece haber sido el propósito que se establecieron sus creadores, y que se ha respetado escrupulosamente en este reestreno. Se grita constantemente, se abusa de lo chabacano, hay también instantes fugaces de ternurismo, eso es verdad. Pero el tedio no aparece por ninguna parte, y en cambio sí lo hacen la imaginación y la perspicacia, que son realmente la espina dorsal del montaje. Algunos de los actores son verdaderamente estupendos, clavando sus tipos con notable inventiva. Es fácil augurarles un porvenir tan luminoso como el que tuvieron algunos de sus predecesores.
En fin, que hay que ver este nuevo-viejo “Cómeme el coco, negro”. Un reencuentro de ésos que dan gusto.
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