Con motivo del estreno de "Sangre de Mayo", se escucha en la región madrileña (en otras partes, no sé) abundantes protestas por el hecho de que el elevado coste de la producción haya sido sufragado por la institución pública que realizó el encargo, la propia Comunidad de Madrid. Al parecer, la película dirigida por José Luis Garci –que no he visto y admito no sentirme tentado de ver- añade tintes épicos a los Episodios Nacionales de Galdós para rememorar los hechos sucedidos en la capital española en el mes de mayo de 1808, cuando el pueblo se sublevó contra el ocupador francés empleando consignas tan edificantes como “¡Vivan las caenas!”. Daoíz, Velarde, Manuela Malasaña, sus tijeritas de costura y demás.
Curioso, el caso de Garci: cuando uno lo escucha hablar, deduce que los modelos de su cine se sitúan entre los grandes maestros del Hollywood clásico –Ford y Hawks sobre todo, y también Cecil B. de Mille-, pero a lo que en realidad se parecen sus películas es a lo que habría hecho un Luis César Amadori (director de “¿Dónde vas, Alfonso XII?”) que tratara de copiar a Dreyer. Cualquiera que haya visto marcianadas como “Canción de cuna”, ““El abuelo” o “Historia de un beso” sabrá de lo que hablo: con la posible excepción de Quentin Tarantino, no se me ocurre ningún director que asuma con tanto desparpajo sus referencias y que al mismo tiempo realice una obra de apariencia personal e inaudita, e ineludiblemente identificable con su creador. Muchas son, por otra parte, las diferencias entre Tarantino y Garci: una de ellas, que a Tarantino lo copian a su vez medio centenar de directores cada año, mientras que al segundo nadie muestra interés en copiarlo. Lo cual no sirve sino para volverlo más radical en su postura, y de algún modo también más entrañable.
Como parte de la promoción de “Sangre de Mayo”, el diario ABC publicaba el pasado 1 de octubre una entrevista a doble página con Garci, en la que el director aprovechaba para emitir unas confusas reflexiones acerca del carácter español (que es, por supuesto, envidioso; y específicamente siente envidia de él) y una de sus grandes tragedias, y es que “hay una especie como de ir a la contra” (sic). Pero antes el periodista, al que le va la marcha, le dirige, como quien con toda intención vierte un chorrito de gasolina sobre una hoguera, el siguiente comentario: “Le lloverán cuchillazos como de “nacionalista español…””. Y aquí es donde viene la parte más jugosa de la entrevista, cuando Garci se empantana en un extraño monólogo del que, a falta de espacio para transcribirlo íntegramente, reproduciré unos fragmentos representativos: “Ojo, si eres un nacionalista de otro lugar que no sea de tu país, si eres un nacionalista gallego, vasco, catalán, mallorquín o no sé qué… eso está bien visto. Que te envuelvas en esa bandera está bien visto, pero si a ti te gusta la tuya y tu país está mal”. “Es como si tú tienes dos hijos y te dicen: “Oye, la mitad de la casa es mía y la otra es mía, y la nevera la quiero llena. ¿Vais a trabajar? “No, trabajas tú para los dos””.
Ya he advertido que las declaraciones eran más bien farragosas. ¿Quiere Garci decir, por ejemplo, que los nacionalistas gallegos o vascos no son nacionalistas de su propio país? Ciertamente extraño, aunque habrá que reflexionar sobre el fenómeno. De todos modos, lo que a mí me resulta más interesante de todo esto es que con relativamente pocas palabras el director se las ha arreglado para ilustrar con modélica fidelidad las esencias del pensamiento nacionalista.
Como bilbaíno que soy, y por tanto vasco y español, llevo desde mi más tierna infancia asistiendo con pasmo al desquiciado pero en el fondo simplicísimo artefacto discursivo de los nacionalismos. Creo conocerlo bastante bien, porque he crecido envuelto en él como en un manto mullido y un poco resbaladizo. Personas infinitamente más inteligentes e instruidas que yo han escrito libros enteros sobre este tema, así que creo que poco puedo aportar al respecto y por tanto seré breve al exponer mi visión.
En primer lugar, ya que se basa en creencias y sentimientos antes que en hechos o en demostraciones empíricas, considero que el nacionalismo es una fe y no otra cosa. Al igual que ocurre con las religiones, para un nacionalismo no hay peor enemigo que otro nacionalismo, lo que conduce directamente a algo que llamaría la paranoia nacionalista esencial, materializada en la idea de que todo el mundo es nacionalista. En España, los nacionalistas periféricos consideran que cualquiera que manifieste oposición a sus axiomas es un nacionalista español, y al revés. Una mente nacionalista sencillamente no concibe que existan personas que encuentran poco deseable toda forma de nacionalismo y todo ámbito geográfico o cultural sobre el que ésta pretenda aplicarse, así que para defenderse de posibilidad tan inasumible prefieren vivir en la certidumbre de que quien discute con ellos es en el fondo uno de los suyos, sólo que ha desviado trágicamente el objeto natural de su afecto. Desde luego, esta estrategia posee también una finalidad práctica: puesto que entre creyentes el uso de la razón carece de sentido y toda discusión se resuelve mediante un torneo de dogmas, la forma más sencilla de evitarse el engorro de configurar un discurso racional consiste en asumir que el contrincante también se ubica en el espacio de lo esotérico.
Cuando llega el momento de defender su postura, Garci no encuentra mejor recurso que afirmar que ser nacionalista catalán “está bien visto” (¿por quién, salvo por los propios nacionalistas catalanes y quizá por sus equivalentes en otras regiones, me pregunto?), y que lo que a él le gusta, que es su bandera y su país, en cambio cae fatal (tampoco precisa entre quiénes). El elemento que falta en el puzzle, sin embargo, se identifica con facilidad recurriendo a criterios lógicos: puesto que es de esperar que a un no nacionalista (si tal cosa existiera) le parecería igual de mal el nacionalismo catalán que el español, sólo puede deducirse que para Garci todos los que encuentran su nacionalista discurso ridículo y apolillado son también nacionalistas (o filonacionalistas), esta vez de los periféricos. Nada nuevo bajo el sol.
Centrándonos en la efeméride en cuestión, el bicentenario del 2 de mayo, por lo que a mí respecta tanta conmemoración y tanto outfit goyesco me ha hecho fantasear sobre la hipótesis de que la Guerra de la Independencia nunca hubiera tenido lugar, o que en su defecto hubiera sido perdida por los españoles. ¿Significará eso que, como pensaría Garci, lo que me gusta es envolverme en una bandera de un país que no es el mío como a un travesti le va ponerse prendas del sexo opuesto?
O lo que es lo mismo, ¿no será que lo que soy realmente es un nacionalista francés?
Curioso, el caso de Garci: cuando uno lo escucha hablar, deduce que los modelos de su cine se sitúan entre los grandes maestros del Hollywood clásico –Ford y Hawks sobre todo, y también Cecil B. de Mille-, pero a lo que en realidad se parecen sus películas es a lo que habría hecho un Luis César Amadori (director de “¿Dónde vas, Alfonso XII?”) que tratara de copiar a Dreyer. Cualquiera que haya visto marcianadas como “Canción de cuna”, ““El abuelo” o “Historia de un beso” sabrá de lo que hablo: con la posible excepción de Quentin Tarantino, no se me ocurre ningún director que asuma con tanto desparpajo sus referencias y que al mismo tiempo realice una obra de apariencia personal e inaudita, e ineludiblemente identificable con su creador. Muchas son, por otra parte, las diferencias entre Tarantino y Garci: una de ellas, que a Tarantino lo copian a su vez medio centenar de directores cada año, mientras que al segundo nadie muestra interés en copiarlo. Lo cual no sirve sino para volverlo más radical en su postura, y de algún modo también más entrañable.
Como parte de la promoción de “Sangre de Mayo”, el diario ABC publicaba el pasado 1 de octubre una entrevista a doble página con Garci, en la que el director aprovechaba para emitir unas confusas reflexiones acerca del carácter español (que es, por supuesto, envidioso; y específicamente siente envidia de él) y una de sus grandes tragedias, y es que “hay una especie como de ir a la contra” (sic). Pero antes el periodista, al que le va la marcha, le dirige, como quien con toda intención vierte un chorrito de gasolina sobre una hoguera, el siguiente comentario: “Le lloverán cuchillazos como de “nacionalista español…””. Y aquí es donde viene la parte más jugosa de la entrevista, cuando Garci se empantana en un extraño monólogo del que, a falta de espacio para transcribirlo íntegramente, reproduciré unos fragmentos representativos: “Ojo, si eres un nacionalista de otro lugar que no sea de tu país, si eres un nacionalista gallego, vasco, catalán, mallorquín o no sé qué… eso está bien visto. Que te envuelvas en esa bandera está bien visto, pero si a ti te gusta la tuya y tu país está mal”. “Es como si tú tienes dos hijos y te dicen: “Oye, la mitad de la casa es mía y la otra es mía, y la nevera la quiero llena. ¿Vais a trabajar? “No, trabajas tú para los dos””.
Ya he advertido que las declaraciones eran más bien farragosas. ¿Quiere Garci decir, por ejemplo, que los nacionalistas gallegos o vascos no son nacionalistas de su propio país? Ciertamente extraño, aunque habrá que reflexionar sobre el fenómeno. De todos modos, lo que a mí me resulta más interesante de todo esto es que con relativamente pocas palabras el director se las ha arreglado para ilustrar con modélica fidelidad las esencias del pensamiento nacionalista.
Como bilbaíno que soy, y por tanto vasco y español, llevo desde mi más tierna infancia asistiendo con pasmo al desquiciado pero en el fondo simplicísimo artefacto discursivo de los nacionalismos. Creo conocerlo bastante bien, porque he crecido envuelto en él como en un manto mullido y un poco resbaladizo. Personas infinitamente más inteligentes e instruidas que yo han escrito libros enteros sobre este tema, así que creo que poco puedo aportar al respecto y por tanto seré breve al exponer mi visión.
En primer lugar, ya que se basa en creencias y sentimientos antes que en hechos o en demostraciones empíricas, considero que el nacionalismo es una fe y no otra cosa. Al igual que ocurre con las religiones, para un nacionalismo no hay peor enemigo que otro nacionalismo, lo que conduce directamente a algo que llamaría la paranoia nacionalista esencial, materializada en la idea de que todo el mundo es nacionalista. En España, los nacionalistas periféricos consideran que cualquiera que manifieste oposición a sus axiomas es un nacionalista español, y al revés. Una mente nacionalista sencillamente no concibe que existan personas que encuentran poco deseable toda forma de nacionalismo y todo ámbito geográfico o cultural sobre el que ésta pretenda aplicarse, así que para defenderse de posibilidad tan inasumible prefieren vivir en la certidumbre de que quien discute con ellos es en el fondo uno de los suyos, sólo que ha desviado trágicamente el objeto natural de su afecto. Desde luego, esta estrategia posee también una finalidad práctica: puesto que entre creyentes el uso de la razón carece de sentido y toda discusión se resuelve mediante un torneo de dogmas, la forma más sencilla de evitarse el engorro de configurar un discurso racional consiste en asumir que el contrincante también se ubica en el espacio de lo esotérico.
Cuando llega el momento de defender su postura, Garci no encuentra mejor recurso que afirmar que ser nacionalista catalán “está bien visto” (¿por quién, salvo por los propios nacionalistas catalanes y quizá por sus equivalentes en otras regiones, me pregunto?), y que lo que a él le gusta, que es su bandera y su país, en cambio cae fatal (tampoco precisa entre quiénes). El elemento que falta en el puzzle, sin embargo, se identifica con facilidad recurriendo a criterios lógicos: puesto que es de esperar que a un no nacionalista (si tal cosa existiera) le parecería igual de mal el nacionalismo catalán que el español, sólo puede deducirse que para Garci todos los que encuentran su nacionalista discurso ridículo y apolillado son también nacionalistas (o filonacionalistas), esta vez de los periféricos. Nada nuevo bajo el sol.
Centrándonos en la efeméride en cuestión, el bicentenario del 2 de mayo, por lo que a mí respecta tanta conmemoración y tanto outfit goyesco me ha hecho fantasear sobre la hipótesis de que la Guerra de la Independencia nunca hubiera tenido lugar, o que en su defecto hubiera sido perdida por los españoles. ¿Significará eso que, como pensaría Garci, lo que me gusta es envolverme en una bandera de un país que no es el mío como a un travesti le va ponerse prendas del sexo opuesto?
O lo que es lo mismo, ¿no será que lo que soy realmente es un nacionalista francés?
1 comentario:
Claro que es nacionalismo francés. Tourbillon de la vie...
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