lunes, 22 de marzo de 2010
Vuelve la melancolía
Hace no mucho que terminó en la Filmoteca Española un ciclo sobre “Cine y melancolía”, y –en plan “si creíais que habíais tenido suficiente”- ahora vuelven a la carga con Robert Mulligan, director norteamericano que precisamente hizo del registro melancólico su marca de fábrica. Sus películas más famosas son “Matar a un ruiseñor” (adaptación del best seller de Harper Lee, donde Gregory Peck interpretaba al mítico personaje de Atticus Finch, el Padre y Hombre Perfecto) y “Verano del 42”, historia de despertar a la vida sobre un adolescente que se liaba con una mujer casada.
Pero para mí era absolutamente imprescindible ver “La rebelde” (1965), titulada originalmente “Inside Daisy Clover”, protagonizada por Natalie Wood, Christopher Plummer y un jovencísimo (y ya con una piel horrible) Robert Redford. El argumento: en los años 30, una quinceañera white trash llama la atención de un gran productor de cine y su elegante esposa, que la convierten en la estrella del momento, mientras un joven galán consagrado (y secretamente gay) la seduce y se casa con ella. Todos utilizan a la pobre Daisy Clover, que ve su autoestima rebajarse al nivel del pavimento mientras trata de desenvolverse en un mundo de artificio y edulcorada sordidez.
El conjunto tiene sus virtudes, aunque no es una gran película. Combinando un argumento melodramático con una realización pacata, no llega muy lejos en sus premisas. Vista hoy, lo mejor de ella es sin duda Natalie Wood, cuyos ojos oscuros, cuya sonrisita un poco trastornada, expresaban toda la fragilidad y la melancolía del mundo. Christopher Plummer, como el manipulador magnate, tampoco estaba mal.
Pero, como decía antes, tenía que verla a toda costa. El motivo es que esta película fue una de las primeras que tuve en vídeo VHS siendo niño, y antes de cuplir los diez años debí verla una docena de veces, de manera obsesiva. Dos décadas (y pico) después, apenas recordaba de la cinta más que un par de fogonazos, una escena en la que Natalie Wood cantaba en un entorno circense y otra en la que Wood y Redford bebían champagne en una habitación blanca. Tenía, pues, mucha curiosidad por averiguar qué es lo que me había fascinado tanto de ella. Después de salir del cine, seguía sin tener ni idea.
Lo que me quedó fue la inquietante sensación de haber perdido contacto con mi propio yo infantil, al que pensé ilusioriamente conocer aún.
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