lunes, 15 de marzo de 2010

Surrealismo: revolución y cenizas


Uno de los regalos más afortunados –quizá el que más- que recibí en mi último cumpleaños fue una biografía sobre el poeta surrealista francés André Breton (1896-1966), escrita por un norteamericano llamado Mark Polizzotti.
“La vida de André Breton. Revolucion de la mente” (Turner) ha resultado ser una lectura apasionante. Densísimo, inmoderadamente exhaustivo, no sólo ofrece un completo retrato del personaje en cuestión, sino que, sin elevar jamás el tono, también presenta algunas de las claves del movimiento surrealista en general.

Breton fue conocido como el Papa del surrealismo, aunque parece ser que el halagador término no agradaba demasiado al interesado, dado su feroz anticlericalismo. Sin embargo, desde su creación a partir del cadáver aún fresco de Dadá, ejerció de sumo sacerdote, juez implacable y guardián de las esencias del movimiento. Fue un personaje contradictorio, tierno y antipático, generoso e inflexible al mismo tiempo, y desde luego un temible integrista. Y, como todos los integristas, no se sustrajo a las contradicciones más hipócritas. Así, combinaba la mencionada furia antirreligiosa con una irresistible propensión a lo esotérico, muy evidente en toda su obra. Además, manifestaba una voluntad revolucionaria y antiburguesa, pero lo cierto es que en privado cultivaba unos anticuados modales de caballero de otras épocas, y sus opiniones privadas sobre los asuntos sexuales eran más bien pacatas, sobre todo para un admirador de la obra del marqués de Sade. Entre las rarezas de su carácter destaca todo lo que tuvo que ver con su relación con las mujeres: las adoraba y las temía, las alabó públicamente como única esperanza del futuro de la humanidad pero se sintió amenazado por la posibilidad del éxito artístico de algunas de sus compañeras sentimentales, en especial su segunda esposa, la pintora Jacqueline. Por otra parte, fue pública su ridícula homofobia, que siempre se preocupó de divulgar, para desazón de no pocos de sus seres cercanos.

De todos modos, como antes insinuaba, lo que más me ha interesado del libro ha sido su parte de recuento sobre la génesis, auge y caída del surrealismo, movimiento del que siempre me he sentido cercano, y en el que he encontrado hallazgos asombrosos. Al respecto, Polizzotti aporta algunos datos impagables. Conviene recordar, por ejemplo, que –contrariamente a lo que se ha instalado en la creencia popular- Salvador Dalí no fue uno de sus creadores, sino que se subió al carro cuando ya llevaba mucho tiempo en ruta, arreglándoselas después, muy hábilmente, para hacerse pasar a los ojos del mundo por el surrealismo hecho carne. Por otra parte, el movimiento queda aquí despojado de sus aspectos más folklóricos y superficiales, perpetuados por exposiciones como alguna bastante reciente, y se configura como una ambiciosa propuesta revolucionaria. Puede que sus integrantes fueran en el fondo unos elitistas que jugaban a alumbrar a unas masas en las que no tenían la menor intención de integrarse, pero no se puede banalizar sus incendiarias y complejas raíces asimilándolas a cuatro iconos visuales y unos modelos de alta costura. Puede también que el mensaje último de los surrealistas nunca terminara de aclararse del todo, pero para asumir ese tipo de retos están los comisarios e historiadores de hoy en día, ¿para qué, si no? Retratando sus miserias y grandezas, Polizzotti devuelve toda su dignidad a lo que, muy apropiadamente, podría llamarse la auténtica “revolución de la mente”. Además de una extensa nómina de creadores (de Éluard a Aragon, de Dalí a Ernst, de Picasso a Chirico), circulan por las seiscientas páginas del grueso volumen personajes como Artaud, Freud, Trotski o Peggy Guggenheim. No se ahorra un solo detalle, pero todo está tratado con un extremo rigor, rehuyendo el sensacionalismo habitual.

En sus memorias, Buñuel dijo algo así como que el surrealismo fracasó en lo principal y triunfó en lo accesorio, y creo que tenía toda la razón. De las pretensiones de cambiar el mundo de los surrealistas hoy no quedan ni las cenizas; en cambio, son pocos los iniciados que no reconozcan el valor icónico de una estatua griega con cajones en los pechos, de un teléfono-langosta o un sombrero-zapato. Leer la biografía de Breton tiene algo de sesión de espiritismo, de invocación de un espíritu que solía ser muy inquieto, pero que lleva décadas durmiendo, enterrado por el asfixiante peso de lo banal.

2 comentarios:

Joanisfulloflove dijo...

me ha encantado el texto sobre catherine deneuve, no puedo estar más de acuerdo. tiene algo en la voz único, y cuando está en pantalla no puedes dejar de mirarla. desde que entiendo el francés, me he enamorado completamente de ella. me parece una actriz excepcional por la manera tan personal y sutil con la que encarna sus personajes. es la naturalidad y el misterio en perfecta fusión. y sí que es verdad que tiene la cara algo ancha por ser mujer, sobretodo ahora que es mayor, y también algo raro en el cuello cuando la miras de perfil, como si se intuyera papada. pero son estas pequeñas imperfecciones las que todavía la hacen más maravillosa. la vi la primera vez de vampira, pero me enganchó con jacques demy, y lo último que he visto es belle de jour. y te aseguro que esta mujer se está convirtiendo en una pequeña obsesión para mí.

Pano L dijo...

Gracais por tus comentarios, Joan. Sí, Deneuve tiene algo totalmente magnético. Una presencia única, y una maravillosa voz. Uno nunca se cansa de verla.