jueves, 16 de julio de 2009
Tortilla de patatas (1)
De niño me producían terror las vacunas. O, para ser más precisos, las jeringuillas con que éstas me eran administradas. Suelen decir que el miedo se basa en la ignorancia. Pues bien, aquel miedo se basaba en un conocimiento: el conocimiento de que los adultos mentían, pues la vacuna era una experiencia dolorosa. Por lo general, era mi padre el encargado de llevarme a la clínica, lo que implicaba para él otra misión, que consistía en sujetarme mientras yo berreaba (apenas sabía hablar, pero gritar se me daba de maravilla), me revolvía y daba patadas en todas las direcciones. Pasado el mal trago, con las lágrimas aún rodando hacia mi cuello, invariablemente me compraban una chocolatina. Aquella chocolatina Nestlé servía para aplacar de manera inmediata (aunque no sabemos si duradera) la espantosa sensación de fraude que me había embargado al constatar una vez más que no podía fiarme ni de mi padre.
Hoy en día las agujas no me producen aprensión alguna, y una extracción de sangre me inquieta tanto como comprar un billete del metro. Pero, mientras aprieto un pedacito de algodón sobre mi brazo flexionado, sólo puedo pensar en que necesito comer a toda costa. No se trata del malestar habitual por no haber llenado aún el estómago (soy de los que consideran el desayuno la comida más importante del día, y me pone de un humor de perros estar en ayunas después de las nueve de la mañana), es sencillamente que necesito mi recompensa o, mejor, mi consolación. Esta evidente reminiscencia de la edad infantil introduce, sin embargo, una variación sustancial: en lugar de una chocolatina, lo que el cuerpo me exige es una gran ración de tortilla de patatas y un café cortado.
Por desgracia, en Madrid es difícil encontrar un lugar donde hagan una tortilla verdaderamente buena, así que suelo optar por la barrita con tomate y aceite, quizá también con jamón. En Bilbao, en cambio, sé dónde hacen LA tortilla de patatas, la que se instala obsesivamente en mi mente antes, durante y después del pinchazo hasta el punto de que, si tuviera que hacerme un análisis de sangre en la capital cantábrica y algo (por ejemplo, un cierre por vacaciones) me impidiera después pasar por el establecimiento en cuestión, la desolación sería tan insoportable como la que habría sufrido aquel niño si su padre le hubiera negado la chocolatina Nestlé que acababa de ganarse.
Imagino que os interesará saber el nombre del local que hace la mejor tortilla de patatas de Bilbao. En la próxima entrada, sin falta.
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