viernes, 14 de agosto de 2009

La princesa de Clèves: el enamoramiento como peligro


Marina Vlady y Jean Marais en la adaptación de "La princesa de Clèves" por Delannoy y Cocteau


Hace poco me refería a una película de Christophe Honoré llamada “La belle personne”, que se basa en un clásico de la literatura francesa, “La princesa de Cléves”, novela escrita por Madame De La Fayette en el siglo XVII. Esta ha sido mi elección para amenizar las plácidas mañanas en las playas sardas este verano. Y todavía estoy conmocionado por su lectura.

Creo que desde que me bebí los siete volúmenes de “En busca del tiempo perdido” (curiosamente, también un verano) no había tenido una revelación literaria similar. “La princesa de Clèves” me ha parecido uno de los libros más extraordinarios que jamás han caído en mis manos. Por la exquisita belleza y precisión de su lenguaje literario. Por la perfección de su armazón narrativa. Por su increíble transparencia en la descripción de emociones y sentimientos. Y, sobre todo, por la originalidad y la radicalidad de su punto de partida, que surge de la consideración del enamoramiento como un peligro potencialmente nefasto.

La historia transcurre a mediados del siglo XVI, en la corte del rey Enrique II de Francia. Las intrigas (sentimentales, políticas, o ambas indistinguiblemente mezcladas) acechan por todas partes, cebándose con particular saña en la bella y virtuosa señora de Clèves, esposa de uno de los principales nobles del reino, y que se halla trágicamente enamorada del señor de Nemours, conocido depredador sentimental que a su vez la ama sinceramente, pero que le está vedado por una promesa de fidelidad. El desarrollo de esta historia es pródigo en elementos novelescos (cartas de amor encontradas por las manos más inoportunas, secretos revelados a destiempo, confesiones bañadas en lágrimas, escuchas furtivas de conversaciones privadas, fastuosos matrimonios, bailes y torneos), pese a lo cual existe una intensa apariencia de condensación, de depurada claridad. Del mismo modo, al igual que ocurre en otras grandes obras de la literatura mundial, el libro contiene otras historias dentro de la historia principal, que son variaciones sobre el tema del enamoramiento fatal: destaca entre ellas una interpretación bastante sui géneris de la vida sentimental de Enrique VIII de Inglaterra, del que se sugiere que la “monstruosa” obesidad que lo habría llevado a la tumba fue consecuencia directa de su lamentable comportamiento con las mujeres. Impresionante, ¿verdad?

Como digo, lo que encuentro más admirable de la novela de Madame De La Fayette es su advertencia contra los riesgos del enamoramiento, que es visto como una fuerza arrolladora y potencialmente destructiva de la que conviene protegerse. Este es precisamente el punto de vista opuesto a prácticamente toda la ficción sentimental, incluida la que generan los escritores o cineastas actuales, que para empezar confunden imperdonablemente amor y enamoramiento. La Fayette tenía clarísima la diferencia entre ambas cosas, incluso aunque (simple fenómeno de homonimia) en ocasiones utilizara el mismo nombre para referirse a ellas. Hay otras fronteras que en “La princesa de Clèves” aparecen trazadas de manera límpida, y que resultan aún más inusuales, como son el amor y la pareja, o la pasión y la felicidad. Suele decirse que la resistencia de la protagonista frente a los envites de Nemours procede de la promesa que la joven realizó en el lecho de muerte de su madre, pero no es ésta la conclusión que yo obtengo tras haber leído la novela: en realidad, encuentro que la heroína retratada por La Fayette es una mujer de una lucidez e inteligencia extraordinarias, capaz de ver su situación con bastante claridad pese a su juventud y al engañoso trastorno del enamoramiento. La princesa no puede evitar regodearse en situación como todos los enamorados del mundo, pero lucha con valentía por lo que sabe mejor para ella. Su renuncia final me parece un momento literario tan épico y sobrehumano como la mejor de las batallas del Cid Campeador. Y en parte puede recordar a otra decisión del mismo tipo concebida tres siglos más tarde, la que toma lady Julia en "Retorno a Brideshead" de E. Waugh cuando, una vez despejados aparentemente todos los obstáculos que lo impedían, la recién divorciada opta por anular su compromiso matrimonial con Charles Ryder. Sin embargo, hay una diferencia notable entre madame de Clèves y Julia Flyte y es que, mientras la segunda actúa guiada por un sentimiento de culpa derivado de su implacable conciencia religiosa, la primera se limita a tomar los pasos que considera la conducirán a una felicidad más duradera. La religión no se menciona jamás en el texto de Madame de La Fayette, que resulta por lo demás deliciosamente libertino, como corresponde al país y la época en que fue escrito. Tampoco se pretende adoctrinar moralmente sobre costumbres sexuales, sino incidir en la idea de que la renuncia a una dicha cegadora y marchitable puede en ocasiones descubrir el camino de la felicidad. Aún sigo reflexionando sobre todo esto, y creo que a muchos otros les vendría bastante bien hacer lo mismo.

Aparte de la mencionada película de Honoré, esta obra maestra ha sido adaptada al cine en más ocasiones: en 1961, el academicista Jean Delannoy dirigió un guión de Jean Cocteau con Marina Vlady y Jean Marais. En 1999, Manoel de Oliveira realizó la espléndida “A Carta”, con Chiara Mastroianni, bellísima película que roza la perfección cada vez que no aparece en ella un tal Pedro Abrunhosa, cantautor portugués incomprensiblemente seleccionado para interpretar el papel de Nemours. Y un año más tarde Andrej Zulawski volvía a la carga con “La fidélité”, donde Sophie Marceau era una princesa de Clèves puesta al día que se enamoraba de un guapo fotógrafo con los rasgos de Guillaume Canet.

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