lunes, 31 de agosto de 2009
Fuego cruzado
Estaba previsto que esta crítica se publicara el viernes pasado en un periódico, pero por causas ajenas a mi voluntad finalmente no fue así. Por tanto, los lectores de este blog lo verán en primicia:
Scatti di Guerra. Lee Miller e Tony Vaccaro - Dallo sbarco in Normandia alla Liberazione
Del 3 de julio al 30 de agosto de 2009
Scuderie del Quirinale. Roma
Roma ofrece una exposición conjunta de la obra de dos fotógrafos norteamericanos que, desde posiciones en teoría muy distintas, elaboraron un valioso mosaico del final de la II Guerra Mundial. Los últimos días de la contienda dan lugar a imágenes de gran fuerza, en ocasiones chocantes para el espectador actual.
Fuego cruzado
La documentación de la actividad bélica es uno de los motivos más recurrentes en la disciplina fotográfica, además de una excusa -tan válida como cualquier otra - para volver sobre la inagotable cuestión de la realidad y la representación, la verdad y su adulteración. No es necesario ir muy lejos para proporcionar ejemplos de ello: estas mismas páginas han servido como foro de reflexión sobre el asunto en diversas ocasiones. Hace no mucho, las falsas instantáneas bélicas de Neil Hamon inducían todo tipo de consideraciones al respecto. Y, en el MNAC de Barcelona, aún puede visitarse las exposiciones consagradas a Gerda Taro y Robert Capa, autor de la imagen emblemática del debate, que (si hay que creerla en su literalidad) mostraría el instante preciso en que un miliciano es alcanzado por la bala mortal. Volvamos sobre todo ello una vez más.
“Scatti di guerra” (“Disparos de guerra”: el título juega con el doble sentido de la toma fotográfica y el arma de fuego) es la exposición que el Quirinale de Roma dedica al trabajo de dos fotógrafos de orígenes y sensibilidades muy distintos, pero que coincidieron al documentar las últimas fases de la II Guerra Mundial, desde el desembarco de Normandía (del que ambos fueron testigos privilegiados) hasta la Liberación.
Lee Miller (Nueva York, 1907-East Sussex, Reino Unido, 1977) trabajó como modelo antes de decidir que su lugar se encontraba al otro lado de la cámara al viajar a París y entrar en contacto con los artistas de vanguardia (muy especialmente con Man Ray, del que fue ayudante). Corresponsal de guerra para la edición británica de Vogue desde 1940, se encuentra presente en varios momentos decisivos del final de la contienda: la liberación de París, la entrada en Buchenwald o Dachau, la destrucción del refugio de Hitler. Sus imágenes, de una elaborada expresividad, técnicamente impecables, permiten en ocasiones que se filtre un extraño aroma de exhibicionismo, que alcanza su máxima expresión cuando la fotógrafa aparece posando con expresión relajada dándose un baño de espuma dentro de la bañera del mismísimo apartamento privado de Hitler. El indudable sarcasmo de la instantánea produce sensaciones ambivalentes al espectador, atrapado entre el magnetismo de la situación retratada y un cierto rechazo a su teatralidad construida y gratuita.
Por su parte, Tony Vaccaro (Greensburg, Pensilvania, 1922), procedente de una familia de inmigrantes del sur de Italia, fue él mismo soldado del ejército norteamericano antes de convertirse en el fotógrafo oficial del diario de su división. En su doble papel de militar y fotógrafo, participó en el avance de las tropas aliadas por Francia, Bélgica o Alemania. Hoy son especialmente recordadas sus fotografías de la vida de posguerra en diversos países europeos. Pero, antes de eso, “El beso de la liberación” conseguía ofrecer una imagen tierna y optimista de la entrada del ejército norteamericano en Francia.
Mientras que el trabajo de Vaccaro posee un tono más convergente con el fotoperiodismo de guerra clásico y convencional, la influencia que en Miller tuvo su contacto con el movimiento surrealista se hace evidente, resultando en unas imágenes de lustre arty conseguido a pesar de las difíciles condiciones en que sin duda debieron obtenerse, gracias a un indudable talento para el encuadre y la composición. Sería reduccionista e injusto, sin embargo, valorar la exposición del Quirinale en términos de dicotomía entre un trabajo serio y otro más frívolo y banal. La preocupación de Miller por las consecuencias de la guerra en la gente ordinaria, ya fueran soldados, personal médico o civiles, así como las cuidadas composiciones de Vaccaro, que no excluyen cierta voluntad preciosista, difuminan palmariamente cualquier frontera que desee trazar una voluntad maniquea.
En realidad, como ocurre con cualquier trabajo de esta naturaleza, las acusaciones y alabanzas que ambos artistas merecen serían similares. O, mejor aún, sería más razonable basarlas en la calidad del resultado final que en las intenciones subyacentes (que resultaría aventurado deducir) o los medios obtenidos para su consecución (más de lo mismo). Por otro lado, incidamos una vez más en el hecho de que en ocasiones la realidad elaborada por la mano del artista a menudo resulta mucho más elocuente y de algún modo más auténtica que la supuesta verdad en crudo. Cuanto más se empeña la exposición del Quirinale, comisariada por Marco Delogu y Umberto Gentiloni, de confrontar dos visiones (efecto remarcado por el propio diseño expositivo, en el que la obra de uno y otro autor se sitúan en paredes opuestas), más nos ratificamos en la idea de que en realidad la visión que se nos ofrece es una sola.
viernes, 28 de agosto de 2009
Amanecer
"Amanecer" ("Sunrise") es una película americana muda dirigida en 1927 por el autor alemán F.W. Murnau, y protagonizada por Janet Gaynor (una gran estrella en aquel momento), George O'Brien y Margaret Livingston. El argumento, tópico a más no poder, se centra en un campesino moralmente débil e intelectualmente limitado que, bajo la influencia de su amante, una vamp urbana, trata de asesinar a su angelical esposa antes de arrepentirse y escenificar una melodramática reconciliación en el hostil y trepidante entorno de la gran ciudad. Después de esto se suceden varias escenas cómicas y dramáticas que conducen hacia un final ejemplarizante.
Viendo la película el otro día en DVD, me maravillaba al obtener la confirmación definitiva (si es que ésta hacía falta), incuestionable, del hecho según el cual cualquier historia, por peregrina y banal que parezca, puede dar lugar a una gran obra. Más aún: como en este caso, a una obra maestra absoluta. Encuentro que "Amanecer" es un monumento cinematográfico de tal belleza, tan sublime y misterioso que me considero incapaz de realizar el ejercicio analítico necesario para criticarlo. Hay en ella planos que sólo pueden haber sido concebidos por una mente visionaria y endiablada, planos que contienen gran parte de lo mejor del cine que se ha hecho después (Ford, Bergman, Welles, Mizoguchi, Hitchcock, yo qué sé), y cabe esperar que de todo el que se hará jamás. Hay que verla para creerla: lamentablemente, no sé decir nada más al respecto.
lunes, 24 de agosto de 2009
Pobre Natalia
Irene Montalà y Natalia Millán en "Nubes de verano"
El sábado pasado volví a Bilbao tras unos días plácidos y agradables en Salies-de-Béarn. La capital de Vizcaya era una ciudad en fiestas, lo que es como decir que era una ciudad en guerra. Y como no me sentía muy guerrero, huí del conflicto armado para instalarme en la casa de verano de mis padres, en el pueblo costero de Plentzia.
Ya he hablado alguna vez de los veranos de mi infancia de Plentzia, y de la compleja relación entre el veraneante local y la climatología: la segunda determina el estado de ánimo de los primeros hasta puntos inquietantes. Esta vez lucía el sol tras unos cuantos días de grisura obstinada, así que todo eran sonrisas y buen ánimo. Yo estaba simplemente agotado.
Me quedé en casa dispuesto a tragarme lo que los programadores televisivos hubieran pergeñado por nosotros, los sufridos espectadores. Un vistazo a la última página del periódico me convenció de que no había nada demasiado apetecible: lo que menos mala pinta tenía era una película española llamada "Nubes de verano", dirigida en 2004 por Felipe Vega. Vega es un mediocre director que lleva copiando (mal) a Rohmer desde los años 80, y que hasta ahora no ha dado al mundo una sola película memorable. "Nubes de verano" no era una excepción: especie de actualización de "Las amistades peligrosas" trasportada a la costa catalana, volvía a imitar a Eric Rohmer en lo superficial (aparente naturalismo de las interpretaciones, iluminación natural de la escena, y así), pero todo resultaba tan plúmbeo, pomposo y ridículamente serio que daba grima.
A pesar de todo, un motivo bastó para que me quedara viendo la película hasta el final: encontré extraordinario el trabajo de su protagonista femenina, Natalia Millán. En un registro similar al que los directores parecen haber impuesto a una Belén Rueda, Millán casi conseguía convertir a la sub-Madame de Tourvel que le había tocado en suerte en un personaje de carne y hueso. Perfecta en cada una de sus réplicas, de una precisión asombrosa en la dicción y el ritmo, la suya era (de muy largo) la mejor interpretación de la cinta, precisamente porque parecía el único miembro del elenco que no parecía consciente de tener que imitar el estilo desabrido de los actors rohmerianos. Contemplando su admirable trabajo, se me despertó un no sé qué paternal: uno quería no ya rescatar a Millán de cosas como "El internado", sino tenderle el brazo y, caballerosamente, hacerla salir de aquel nafatlinoso ambiente veraniego como cuando, en "La condesa descalza", Rossanno Brazzi se lleva a Ava Gardner de un casino de Montecarlo que no la merece.
viernes, 14 de agosto de 2009
La princesa de Clèves: el enamoramiento como peligro
Marina Vlady y Jean Marais en la adaptación de "La princesa de Clèves" por Delannoy y Cocteau
Hace poco me refería a una película de Christophe Honoré llamada “La belle personne”, que se basa en un clásico de la literatura francesa, “La princesa de Cléves”, novela escrita por Madame De La Fayette en el siglo XVII. Esta ha sido mi elección para amenizar las plácidas mañanas en las playas sardas este verano. Y todavía estoy conmocionado por su lectura.
Creo que desde que me bebí los siete volúmenes de “En busca del tiempo perdido” (curiosamente, también un verano) no había tenido una revelación literaria similar. “La princesa de Clèves” me ha parecido uno de los libros más extraordinarios que jamás han caído en mis manos. Por la exquisita belleza y precisión de su lenguaje literario. Por la perfección de su armazón narrativa. Por su increíble transparencia en la descripción de emociones y sentimientos. Y, sobre todo, por la originalidad y la radicalidad de su punto de partida, que surge de la consideración del enamoramiento como un peligro potencialmente nefasto.
La historia transcurre a mediados del siglo XVI, en la corte del rey Enrique II de Francia. Las intrigas (sentimentales, políticas, o ambas indistinguiblemente mezcladas) acechan por todas partes, cebándose con particular saña en la bella y virtuosa señora de Clèves, esposa de uno de los principales nobles del reino, y que se halla trágicamente enamorada del señor de Nemours, conocido depredador sentimental que a su vez la ama sinceramente, pero que le está vedado por una promesa de fidelidad. El desarrollo de esta historia es pródigo en elementos novelescos (cartas de amor encontradas por las manos más inoportunas, secretos revelados a destiempo, confesiones bañadas en lágrimas, escuchas furtivas de conversaciones privadas, fastuosos matrimonios, bailes y torneos), pese a lo cual existe una intensa apariencia de condensación, de depurada claridad. Del mismo modo, al igual que ocurre en otras grandes obras de la literatura mundial, el libro contiene otras historias dentro de la historia principal, que son variaciones sobre el tema del enamoramiento fatal: destaca entre ellas una interpretación bastante sui géneris de la vida sentimental de Enrique VIII de Inglaterra, del que se sugiere que la “monstruosa” obesidad que lo habría llevado a la tumba fue consecuencia directa de su lamentable comportamiento con las mujeres. Impresionante, ¿verdad?
Como digo, lo que encuentro más admirable de la novela de Madame De La Fayette es su advertencia contra los riesgos del enamoramiento, que es visto como una fuerza arrolladora y potencialmente destructiva de la que conviene protegerse. Este es precisamente el punto de vista opuesto a prácticamente toda la ficción sentimental, incluida la que generan los escritores o cineastas actuales, que para empezar confunden imperdonablemente amor y enamoramiento. La Fayette tenía clarísima la diferencia entre ambas cosas, incluso aunque (simple fenómeno de homonimia) en ocasiones utilizara el mismo nombre para referirse a ellas. Hay otras fronteras que en “La princesa de Clèves” aparecen trazadas de manera límpida, y que resultan aún más inusuales, como son el amor y la pareja, o la pasión y la felicidad. Suele decirse que la resistencia de la protagonista frente a los envites de Nemours procede de la promesa que la joven realizó en el lecho de muerte de su madre, pero no es ésta la conclusión que yo obtengo tras haber leído la novela: en realidad, encuentro que la heroína retratada por La Fayette es una mujer de una lucidez e inteligencia extraordinarias, capaz de ver su situación con bastante claridad pese a su juventud y al engañoso trastorno del enamoramiento. La princesa no puede evitar regodearse en situación como todos los enamorados del mundo, pero lucha con valentía por lo que sabe mejor para ella. Su renuncia final me parece un momento literario tan épico y sobrehumano como la mejor de las batallas del Cid Campeador. Y en parte puede recordar a otra decisión del mismo tipo concebida tres siglos más tarde, la que toma lady Julia en "Retorno a Brideshead" de E. Waugh cuando, una vez despejados aparentemente todos los obstáculos que lo impedían, la recién divorciada opta por anular su compromiso matrimonial con Charles Ryder. Sin embargo, hay una diferencia notable entre madame de Clèves y Julia Flyte y es que, mientras la segunda actúa guiada por un sentimiento de culpa derivado de su implacable conciencia religiosa, la primera se limita a tomar los pasos que considera la conducirán a una felicidad más duradera. La religión no se menciona jamás en el texto de Madame de La Fayette, que resulta por lo demás deliciosamente libertino, como corresponde al país y la época en que fue escrito. Tampoco se pretende adoctrinar moralmente sobre costumbres sexuales, sino incidir en la idea de que la renuncia a una dicha cegadora y marchitable puede en ocasiones descubrir el camino de la felicidad. Aún sigo reflexionando sobre todo esto, y creo que a muchos otros les vendría bastante bien hacer lo mismo.
Aparte de la mencionada película de Honoré, esta obra maestra ha sido adaptada al cine en más ocasiones: en 1961, el academicista Jean Delannoy dirigió un guión de Jean Cocteau con Marina Vlady y Jean Marais. En 1999, Manoel de Oliveira realizó la espléndida “A Carta”, con Chiara Mastroianni, bellísima película que roza la perfección cada vez que no aparece en ella un tal Pedro Abrunhosa, cantautor portugués incomprensiblemente seleccionado para interpretar el papel de Nemours. Y un año más tarde Andrej Zulawski volvía a la carga con “La fidélité”, donde Sophie Marceau era una princesa de Clèves puesta al día que se enamoraba de un guapo fotógrafo con los rasgos de Guillaume Canet.
Vacaciones sardas
Acabo de volver de unas extraordinarias vacaciones en Cerdeña. Una semana en la isla sarda ha bastado para procurarme lo que ya considero las mejores vacaciones de mi vida, junto con aquéllas otras de hace casi una década, cuando hice mi primer viaje en velero. Evidentemente, la compañía ha influido en esto.
Cerdeña es una isla tan extensa que en ella puede encontrarse de todo. Como cualquiera podrá imaginarse, en pleno agosto la mayor parte de la costa está plagada de gente, en particular algunos puntos (la playa de la Pelosa en Stintino, o la de Alghero, por ejemplo; de la costa Esmeralda ni hablamos: preferí ni acercarme) que atraen al turismo masivo (interno, en su mayor parte) como la miel a las moscas. Pero, para mi sorpresa, he encontrado lugares maravillosos en los que había muy poca gente. Aunque casi me da miedo revelarlos, allá van algunas pinceladas:
•El hotel Lucrezia, en la localidad de Riola Sardo (región de Oristano, en el centro-oeste de la isla) es mi descubrimiento del viaje. Un edificio de piedra del siglo XVI, con un maravilloso patio interior ajardinado, donde el servicio era insuperable y las habitaciones un lujo. A primera hora de la mañana, uno podía ver desde la ventana cómo una de las empleadas del hotel elegía con parsimonia los frutos maduros de la higuera del jardín, que iba depositando en un platito de cerámica. Media hora más tarde, esos mismos higos esperaban a los huéspedes en la mesa del magnífico buffet del desayuno. Tampoco faltaban allí un gran bizcocho y unas pastitas recién horneadas por Clara, una belleza de ojos verdes que nos atendía como a príncipes. No tengo más palabras.
•¡Qué bien he comido! A pesar de la tendencia italiana a cocinar en exceso el pescado, no ha habido un solo día en que haya tenido una comida mediocre. Las pastas frescas rellenas de ricotta (el queso local más difundido), los linguine alle cozze, la bottarga (huevas de pescado en conserva que encapsulan todo el sabor del mar), el astice alla catalana, entre otras delicias, me han hecho feliz a la hora de sentarme a la mesa. En la playa, por supuesto, lo que tocaba era zamparse un gran panino di pomodoro e mozzarella.
•Playas poco habitadas en pleno agosto, puedo asegurar que las hay. Con arena blanca y mar turquesa. Sólo hay que dirigirse a las personas adecuadas para encontrarlas. En la costa de Oristano, y también cerca de Stintino, estuvimos a nuestras anchas: ni un solo niño tirando arena, ni un solo padre (o madre) llamándolo a gritos.
•Hay en Cerdeña pueblos y ciudades verdaderamente bellos. De lo que he visto, Sassari, Bosa y el casco viejo de Alghero se llevan la palma. Este último caso es verdaderamente notable: sólo puede describirse como el resultado que se obtendría de ensamblar un espantoso pueblo de vacaciones al estilo Benidorm a una combinación resultante a su vez de Cádiz y el barrio gótico barcelonés. Una auténtica rareza. Como en cuestiones arquitectónicas reconozco que mi gusto es bastante primario, me emocioné de verdad al encontrarme frente a sus murallas: en general, una vieja muralla en la costa me genera más impacto estético que el palacio de Versalles. Otro must: la cripta de la iglesia románica de San Gavino, en Porto Torres.
•Inolvidables las incursiones nocturnas por los pueblos perdidos de Oristano a la búsqueda de algún restaurante recomendado. En las puertas de unas casas de construcción más bien precaria, grupos de ancianas vestidas de negro (pañuelo en la cabeza incluido) hieráticamente sentadas tomando la fresca de cara a la carretera, o jovenzuelos en camiseta imperio apoyados contra la pared al mejor estilo Pasolini. Imagen fascinante de un mundo que uno erróneamente creía desaparecido, o perteneciente tan sólo al ámbito de la ficción publicitaria, que no es más que su reflejo banalizado.
Estos son algunos de los momentos cumbre de mi viaje, que nunca olvidaré. De todos modos, lo mejor, claro está, me lo guardo para mí.
miércoles, 5 de agosto de 2009
Al Sur de Granada
Gerald Brenan, pintado por Dora Carrington
Hace unos días terminaba de leer un libro llamado “Al Sur de Granada”, del hispanista británico nacido en Malta Gerald Brenan (1894-1987). Miembro más o menos periférico del grupo de Bloomsbury, amigo por tanto de personajes como Virginia Woolf, Lytton Strachey, Ralph Partridge o Dora Carrington (de la que fue además amante), un joven y desilusionado Brenan decidió alejarse de la superficial mundanidad para instalarse en Yegen, un pueblacho perdido de la Alpujarra granadina. Como fruto de esta larga experiencia, se engendraron entre otras cosas varios vástagos habidos con mozas de la región, así como este libro bello y luminoso que acabo de cerrar.
“Al Sur de Granada” está maravillosamente escrito, en un honesto estilo lleno de elegancia que, por supuesto, incorpora ocasionales ráfagas de la mejor ironía británica. La vida y el entorno de las Alpujarras aparecen descritos con una admirable sencillez, sin el menor asomo de pedantería, pero al mismo tiempo el texto es de una enorme erudición. Rabiosamente entretenido, a lo largo de sus páginas se suceden los pasajes dedicados al recuento histórico, la descripción botánica, la crónica costumbrista, la antropología, el paisajismo, los episodios familiares, el análisis sociológico, político… Aquí cabe todo, y todo resulta apasionante. Por encima de todo, destaca el enorme respeto y el amor con el que se retrata España, un amor del que, naturalmente, no está excluida la crítica, a veces bastante dura, siempre justa.
Brenan murió en la población malagueña de Alhaurín el Grande, después de haber estado un tiempo internado en una residencia británica y en una delicada situación financiera. Al parecer, sus amigos españoles y los Gobiernos nacional y autonómico hicieron posible su traslado.
Como curiosidad, “Al Sur de Granada” fue adaptado al cine por Fernando Colomo en 2003. Brenan era interpretado por el actor británico Matthew Goode, que después intervendría en “Match Point”, de Woody Allen, y sería Charles Ryder en la última versión de “Retorno a Brideshead”. Pese a su academicismo y escasa creatividad, la película de Colomo no estaba del todo mal. Daba sobre la vida de Brenan infinitamente más datos que el libro, y además inventaba algunas situaciones y personajes paralelos hasta convertir el texto original en una dramatización algo ramplona, pero resultaba bastante agradable de ver.
Vacaciones de verano...
Stintino, allá voy
Tras un sustancioso adelanto de la felicidad que me espera (unos días en Burdeos y Salies-de-Béarn, con vuelta a Madrid: ¡gracias por todo, Andréric, Carole, Philippe, Oscar, Ignacio!), por fin llegan las vacaciones de verano. Estoy deseando dejar la capital de España por unos días: el calor comienza a resultar insufrible, más que nada por su resistencia a conceder ninguna tregua.
Las medidas que tomo para aliviar la ansiedad prevacacional no sólo resultan ineficaces, sino que me temo que están empeorando la situación. Por ejemplo, ayer casi me da algo viendo "El libro negro", de Paul Verhoeven, en la Filmoteca. La última película del director de "Instinto básico", ambientada en Holanda durante la II Guerra Mundial, era una aventura trash con nazis y una judía que se hace pasar por gentil tiñéndose el coño, premisa que podía haber dado lugar a algo bastante disfrutable. Las insensateces y los excesos se suceden durante las casi dos horas y media de metraje, lo que tampoco es en sí nada malo. Por desgracia, la planicie de la puesta en escena y los primarios trucos de guión dan al traste con el conjunto, que aburre a más no poder. Otra mala noticia para Vehoeven: "Inglorious Basterds", de Tarantino, ensaya una operación similar (historia-ficción, II Guerra Mundial, judía que ve morir a su familia a manos nazis, historia de venganza, barroquismo narrativo y visual), y todo parece indicar que con bastante mejor fortuna.
Mañana mismo salgo para Cerdeña. Imagino que durante unos días daré un respiro a este blog. Espero encontraros a todos a la vuelta.
lunes, 3 de agosto de 2009
La otra cara del exotismo
Crítica de arte que publiqué el mes pasado:
Hace un mes escaso, el fotógrafo Malick Sidibé (Mali, circa 1935), más bien ignoto en nuestros lares, se hacía con el Premio PHotoEspaña Baume & Mercier 2009 gracias a la exposición que le dedicaba a su obra la galería de Oliva Arauna. En realidad, Sidibé se encontraba presente en el evento por partida doble, ya que su trabajo había sido incluido asimismo en la interesante “Años 70. Fotografía y vida cotidiana'”, que ofrecía el Teatro Fernán Gómez. El nombre de este fotógrafo africano, que se define refractario a la consideración y denominación de artista, ascendía de inmediato a lugares privilegiados en los medios de comunicación, de los que podía pensarse que hasta entonces raramente había disfrutado.
Sin embargo, Sidibé no es un recién llegado, y ya contaba en su haber con otras distinciones de gran relevancia, como un León de Oro a la totalidad de su obra en la Bienal de Venecia de 2007, o los premios Hasselblad e ICP. Formado en los ámbitos del diseño y confección de joyas antes de convertirse en aprendiz de un popular fotógrafo local apodado “Gégé la pellicule”, terminó por establecer su propio estudio en Bamako con gran éxito.
Una visita a la galería de Oliva Arauna, animado por la noticia del galardón, reveló a quien escribe estas líneas un trabajo técnicamente correcto y dotado de indiscutible vitalidad. Se trataba de instantáneas en blanco y negro tomadas en el país natal de su autor en los años sesenta y setenta del pasado siglo (pero positivadas recientemente), algunas de ellas en estudio, otras en entornos públicos con cierta predominancia de fiestas y verbenas. Las fotografías de estudio muestran una admirable sencillez y delicadeza a la hora de retratar a sus modelos, individualmente o en grupos familiares, con algunas pinceladas que podrían situarse en la rara equidistancia entre la antropología y la publicidad de moda (primeros planos de unos arriesgados y fascinantes looks capilares). Los exteriores muestran sobre todo a una juventud que repite los mismos rituales lúdicos de sus equivalentes europeos o americanos, comenzando por una evidente preocupación por seguir las últimas tendencias en vestidos y peinados. Abundan los pantalones de campana y las camisas acrílicas, algo que cualquiera habría podido esperar de un vistazo por las calles de la Nueva York o el París en la época, pero difícilmente del oeste de África.
Para el ojo proveniente del mundo digamos “desarrollado”, uno de los principales valores del trabajo de Sidibé radica precisamente en su intrínseco desafío frente a las ideas preconcebidas que se albergan respecto al continente africano, percibido como un borroso magma dominado por los tópicos que generan dos grandes vectores, a saber: el Exotismo y el Miserabilismo. “En los años setenta los europeos creían que vivíamos desnudos en los árboles”, incide con sorna el propio Sidibé. En realidad, sus fotografías documentan en primer plano la atmósfera de optimismo y confianza en las propias posibilidades que sucedía al abandono del estatus colonial (Mali se había independizado de Francia en 1960) y, en un trasfondo menos evidente, lo que podríamos denominar el drama de una esquizofrenia: políticamente emancipado al fin, el país parecía sin embargo construir su identidad de manera algo errática, adhiriéndose con entusiasmo a los modos y costumbres de la antigua metrópoli. Esta contradicción, de la que la psicología podría apuntar que los conflictos edípicos no están excluidos, queda aquí ilustrada de un modo sutil y esquinado. Hay algo en las amplias y blancas sonrisas, en las faldas con vuelo, en las poses de tipo duro, de jovencita ye-yé, de dandy urbano, algo que remite al ansia desesperada del individuo de alcanzar su realización asumiendo el papel del mismo padre del que acaba de librarse. No es descartable que el fotógrafo ni siquiera fuera consciente de ello cuando realizó su trabajo, así que estas interpretaciones emergen a posteriori, para convertir lo que habría podido ser un puñado de adocenados retratos de estudio y fotos de sociedad en un documento con valor sociológico, político y artístico.
Todo esto está también presente, por supuesto, en la muestra de Hackelbury Fine Art, galería londinense que retoma con Sidibé el relevo de Madrid. Creada por los comisarios Sascha Hackel y Marcus Bury en 1990 como un espacio especializado en fotografía dentro del privilegiado emplazamiento de Kensington, Hackelbury incluye en su cartera a artistas como Salgado, Penn, Cartier-Bresson o Kertész. Definitivamente, el trabajo de Malick Sibidé, beneficiado por la nueva mirada que aporta el paso del tiempo, puede considerarse un artículo de moda.
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