domingo, 5 de julio de 2009

Dos amores


Crítica de arte que publiqué el pasado mes en Mugalari, sobre dos expos que vi en París:

Gran éxito de afluencia para dos de las exposiciones que animan este verano en la capital del Sena. Las muestras dedicadas a Calder y Kandinsky por el Centre Georges Pompidou poseen enfoques bien diferenciados pero idéntico interés.

Dos amores

La primera diferencia notable entre Kandinsky (1866-1944) y Alexander Calder (1898-1976) se remonta a sus mismos orígenes y se rige por el principio de la reacción. El primero nació en Moscú, dentro del entorno de la ya decadente burguesía rusa, mientras que el segundo vio por primera vez la luz en el umbral del siglo XX, en los Estados Unidos, dentro de una familia de artistas. Emerge así el contraste entre la voluntad de formar parte del germen de un nuevo mundo, un orden nuevo que sin embargo, quizá a su pesar, no puede evitar cierta nostalgia por un pasado de cuyo derrumbamiento fue testigo, y la búsqueda de un equilibrio propio, de resonancias primitivistas, a partir de una (falsa) tabula rasa cultural. El ejercicio comparativo entre ambos artistas a la salida del Pompidou es seguramente inevitable, aunque sus frutos puedan resultar dudosos. De todos modos, digámoslo ya, las dos exposiciones se disfrutan hasta el entusiasmo, aunque sea por distintos motivos.

La muestra dedicada a Kandisnky posee el enfoque de una suma retrospectiva, y como tal resulta modélica. La evolución del imaginario del artista se aprecia con una transparencia casi demostrativa, a lo largo de sucesivas etapas que atestiguan un apasionante viaje al corazón de la abstracción. Así, sus primeros dibujos coloreados sobre cartón invocan la Rusia imperial y fabulosa de la que fue testigo en su infancia, y poseen el inconfundible halo de la ensoñación y el recuerdo idalizado. Pero pronto se abandona esta tendencia, coincidiendo con la publicación de unos escritos teóricos que la muestra documenta convenientente, mientras las formas geométricas y los contrastes cromáticos se adueñan del lienzo. Munich, Estocolmo y Berlín primero, París después, constituyen el marco en el que el pintor ruso desarrolló su obra más privativa, sus composiciones radicalmente abstractas y tocadas por la ambición de aparecer dotadas de una especie de ritmo sinfónico, musical. Todo ello se extiende a lo largo de no menos en una docena de salas en las que destaca un insuperable diseño expositivo a cargo de Laurence Fontaine. Como atractivo complementario, el Pompidou ha organizado un miniciclo de conciertos, uno de los cuales explora las correspondencias entre Kandinsky y el compositor (y también artista plástico) Arnold Schönberg.

Aún más apasionante resulta la otra exposición que nos ocupa, cuyo enfoque es precisamente el opuesto al caso anterior. “Les années parisiennes” se centra en un breve periodo dentro de la vasta trayectoria del escultor Alexander Calder, precisamente la que inauguraba su éxito, sirviendo de preludio para su producción más reconocida y característica. Durante sus años en un París restallante de vanguardia y dinamismo, Calder produjo unas piezas enormemente lúdicas, de una belleza y vitalidad esplendentes. Resulta imposible para el expectador resistirse frente a un circo confeccionado a base de alambre, hojalata, corcho y lo que parecen otros materiales de desecho, a las esculturas motorizadas que dotan de movimiento a la pura geometría, a obras de la rotundidad y el encanto de “Tiburón y ballena”. Pero, sobre todo, hay que mencionar las cotas de asombro que producen unos retratos elaborados en alambre de cobre, latón o acero, que operan como dibujos tridimensionales y pueden ser observados desde cualquier ángulo, encontrándose en cada uno de ellos un nuevo matiz y una visión única sobre el sujeto representado. Muy en especial, se ofrece una serie sobre Josephine Baker que logra captar a la perfección tanto la morfología del cuerpo armónico y salvaje de la legendaria artista de music-hall, como el endiablado ritmo que lo animaba. Quizá resulte fácil sospechar de esta parte de la producción de Calder, considerarla de una ingeniosidad pirotécnica y vacía: pero más sensato, y aún más sencillo, es disfrutarla en toda su generosa desenvoltura. Las películas que se han incluido en la muestra ilustran deliciosamente el proceso creativo de Calder (atención a la breve secuenia en la que éste elabora una escultura dedicada a Kiki de Montparnasse en presencia de la propia modelo), realzando el valor del conjunto.

A juzgar por la afluencia de público el día en que quien escribe estas líneas visitó el Georges Pompidou, las exposiciones disfrutan de un éxito indiscutible, lo que no es de extrañar. A la salida del Centro, a uno le dan ganas de imitar a Josephine Baker, a la que se acaba de contemplar abrazada a sí misma sobre el insólito escenario de un ring de boxeo, cantando “J’ai deux amours...”

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