viernes, 26 de noviembre de 2010
Placer culpable invernal
No sabría decir por qué, pero, desde que vi por primera vez "Las canciones de amor", película dirigida por Christophe Honoré en 2007, me acuerdo de esta película en cuanto llega el invierno. Lo que de verdad me apetece es verla en casa, en la pantalla televisiva (¡yo! ¡que por lo general no tengo ningún interés en ver películas fuera de la sala oscura!), tumbado en el sofá y con una taza de algo en la mano. En plan tópico total, vamos.
Lo mejor de todo es que la película en cuestión es de una calidad más bien discretita: ni siquiera es lo mejor que ha hecho Honoré, un director mediano cuyo mejor trabajo es su valiente versión de La princesa de Clèves llamada "La belle personne".
Está claro que "Les chansons d'amour" me interesa y me atrapa por causas totalmente extracinematográficas. Quizá sea porque se trata de uno de los últimos musicales decentes que se han producido, y que el musical es el género más apropiado para estas fechas. Quizá sea por la amable melancolía que hay en él. Quizá por lo guapo que es todo el mundo que sale en ella. O quizá por lo bonita que sale París, que en invierno es una ciudad maravillosa se mire por donde se la mire. El caso es que me viene de inmediato el recuerdo de un invierno en el que trabajé en la capital francesa, y cuando salía a la calle en el barrio residencial de Neully-sur-Seine me maravillaba al sentir cómo el olor a leña de las chimeneas perfumaba el aire de la ciudad. Imagen bastante cursi, lo admito, pero completamente real.
Pero, vamos, se me ocurren placeres culpables mucho peores que una película de Christophe Honoré. Y que canciones como ésta:
http://www.youtube.com/watch?v=h_d3fqMH58s
jueves, 25 de noviembre de 2010
Pasión
No todos los días se tiene acceso a una obra maestra. Ojalá.
El Círculo de Bellas Artes –que es, por cierto, uno de mis lugares favoritos de Madrid: creo que es imposible sentirse angustiado o verdaderamente deprimido en su interior- ha programado, con la excusa de un homenaje a Walter Benjamin, un ciclo compuesto de un puñado de piezas magistrales del cine mudo. La más publicitada es la última versión de “Metropolis” de Fritz Lang, quizá la película silente más conocida y apreciada por el mainstream desde que en los 80 se estrenara una criminal versión coloreada, con música de Giorgio Moroder y Freddie Mercury. Pero la gran joya del ciclo era, para mí, “La pasión de Juana de Arco”, de Dreyer.
Ver esta “Juana de Arco” en 2010, en una sala de cine decente, es un lujo al que nadie debería renunciar. Cada plano de esta película podría ser considerado en sí mismo una obra de arte, y la sucesión de todos ellos deja al espectador aún más mudo que la propia cinta. Aquí se cumple perfectamente la aspiración que en mi opinión debería tener toda película que vea la luz, y es la de hipnotizar al espectador mediante el empleo único y exclusivo de las imágenes. El arte de Dreyer es, en efecto, una derivación de la hipnosis, y aquí la depliega con una seguridad pasmosa. Por otra parte, hoy en día, cuando el cine resulta casi siempre un modo de expresión prematuramente maduro, en el que la experimentación casi parece haber perdido toda apreciación del público en general y los expertos, en el que todos tenemos muy clarito qué puede y no puede hacerse cabalmente, la radical apuesta dreyeriana resulta –es de esperar- infinitamente más revolucionaria de lo que fue en su mismísima fecha de estreno. Para quienes no la hayan visto o no sepan gran cosa de ella, diré que toda ella está formalmente basada en los primeros planos, que hay escasísimos planos de conjunto o tomados con cierta distancia, casi todos ellos breves pero muy expresivos travellings laterales. El rostro humano casi siempre ocupa toda la pantalla (a menudo desde unos ángulos y en unos encuadres inimaginables por cualquier director sensato), y detrás de él no hay otra cosa que una blancura deslumbrante, que remite tanto a la luz divina como a la propia pantalla de cine, vacía de imágenes. Por otra parte, el guión sigue paso por paso la transcripción oficial del proceso seguido contra la doncella de Orléans, un tema sobre el papel más bien árido, pero que por obra y gracia de Dreyer se convierte en el más apasionante del mundo.
La interpretación de la actriz protagonista, Renée (Maria) Falconetti –a la que después no se volvió a ver en una pantalla- sólo puede calificarse de alucinante, porque se presenta ante el espectador con la cualidad al mismo tiempo patente y movediza de una alucinación. Cada vez que una lágrima rueda por su mejilla, cada vez que sus labios se contraen ligeramente o que sus ojos se elevan reproduciendo los signos típicos de la iluminada, el espectador queda arrollado por la emoción. Al menos, este expectador.
Quien no ha visto “La pasión de Juana de Arco” en una sala oscura no sabe lo que de verdad puede ser el cine. O, mejor aún, lo que de hecho es.
lunes, 22 de noviembre de 2010
¡Francisco Regueiro está vivo!
Hablábamos hace poco de herederos berlanguianos, y allí salía el nombre de Francisco Regueiro, uno de los directores de cine españoles más insólitos y personales. El otro día fui a la Filmoteca en teoría para ver una de sus películas, “Amador” (1966), y una vez allí me encontré con que en realidad aquello era la clausura de un festival de cine llamado Madridimagen, con lo que tuve que tragarme el consiguiente coñazo de ceremonia de entrega de premios tipo “segunda mención honorífica a la mejor dirección de fotografía novel en una película dirigida por un estudiante de tercer año de una escuela de cine nacional”. Todo ello amenizado por una muchacha que cantaba tanto estándares de jazz como boleros, no se sabía muy bien por qué.
Bueno, el caso es que en un momento dado entregaron un premio nada menos que al mencionado Francisco Regueiro, de quien yo pensaba –admito mi lamentable error- que estaba muerto, ya que hace década y media que no dirige una película. De muerto nada, ya que se presentó a recoger su premio con apariencia de poseer una salud impecable, e incluso proporcionó al evento su preceptivo momento de elevada carga emocional. En cuanto a los motivos por los cuales este señor no está en activo, pues ni idea. En realidad, se trata de un muy buen cineasta, autor de películas tan meritorias como “Padre nuestro”, “Diario de invierno”, “Madregilda”, “Las bodas de Blanca” o la hilarante “Duerme, duerme mi amor”, que contiene un sencillo gag visual que en su momento me provocó una carcajada feroz e irreprimible, como si acabaran de pulsar algún tipo de resorte en mi interior (en ese gag, una anciana enseña una fotografía suya encaramada en la copa de un árbol).
Regueiro es uno de los poquísimos directores españoles de toda la historia con algo que decir y una manera personal de decirlo. Prácticamente el único que ha sabido llevar con dignidad al medio cinematográfico un género exclusivamente español, el esperpento, que Valle-Inclán convirtió en una obra maestra literaria que después ha servido de pasto para todo tipo de mediocridades. Las películas de Regueiro son imperfectas y a menudo presentan serias descompensaciones, pero también seducen y fascinan. Su Gran Tema, el asesinato del padre (o de la madre), aparece desarrollado a lo largo de su carrera como un prisma, que muestra cada vez una o varias de sus facetas. Creo, además, que es uno de los pocos autores que de verdad quedan por descubrir.
En cuanto a “Amador”, me temo que no se encuentra entre sus mejores trabajos, aunque también presenta sus puntos fuertes. Sobre todo está su rareza en el cine español de la época. En ella, un pobre psicópata asesino de mujeres, patológicamemente inmaduro y dominado por su tía (gran María Luisa Ponte), con la que mantiene una relación semiincestuosa, viaja a Torremolinos con la idea de hacerse con una americana vieja y rica y se enamora de una chica liberada (para los cánones españoles de la época), con catastróficas consecuencias. El protagonista, Maurice Ronet, era uno de los galanes franceses de la época, que lo mismo hacía una película de Louis Malle que se dejaba ver al lado de Sara Montiel en una de sus entregas de musical kitsch. Aportaba a la película su dosis de cosmopolitismo, haciéndola más rara aún.
Como conclusión, me alegré por el premio a Regueiro, y por comprobar además que estaba vivito y coleando. Ahora sólo hace falta que dirija alguna película para que la felicidad sea completa.
Toro salvaje y Scorsese
El domingo pasado, la Filmoteca programaba nada menos que “Toro salvaje” (1980), de Martin Scorsese. La cola para entrar salía a la calle y daba la vuelta a la manzana. Sala llena, por supuesto.
Ver “Toro salvaje” hoy en día es sobre todo un acto doloroso. Verla duele tanto no porque uno empatice con las tremendas hostias que le dan al protagonista cuando sube al ring (que también), sino porque el alma se cae a los pies al admitir que el director de esta película es el mismo que décadas más tarde firmaría las mortuorias imágenes de “El aviador” o “Shutter Island”.
En su momento, Robert de Niro recopiló un Oscar al mejor actor y toda clase de ojos en blanco por su labor en esta “Toro salvaje”, convirtiendo su tuneada nariz de boxeador y la proeza física de engordar y adelgazar como cuarenta kilos para meterse en la piel del púgil protagonista casi en un emblema, un símbolo de la Gran Interpretación Naturalista Americana. Su trabajo es bueno, pero tampoco me parece para tanto. Lo mejor de la película está en la labor de puesta en escena, un trabajo muy poco convencional de Scorsese que renuncia a lo novelesco y casi a lo narrativo, a todo énfasis sentimental dirigido a la captación empática del espectador. Por momentos, “Toro salvaje” parece casi una película de Maurice Pialat: incluso la interpretación de Cathy Moriarty, en el polo opuesto de la intensidad de De Niro y Joe Pesci, estaría en la misma frecuencia de onda de las heroínas pialatianas. Lo que es curioso, porque si ahora sabemos que Moriarty tiene un vozarrón tremendo, en la película (que fue la primera que protagonizó, con veinte años) habla siempre con una vocecita de adolescente. En todo caso, su trabajo es otro de los principales atractivos de la película.
Hablaba de la renuncia al énfasis de Scorsese. Que no se me entienda mal: el estilo de dirección del autor de “Taxi driver” es, del primer al último plano, puro énfasis, con toda su batería de ralentís, planos-secuencia, ángulos rebuscados y efectos de iluminación. Pero todo ello está dirigido a crear una determinada atmósfera, a servir casi como metodología de hipnosis, no a la lamentable tarea de informar al espectador cuáles son los momentos cumbre en la vida del protagonista, a qué referencias emocionales y narrativas debe atenerse como un náufrago a su balsa. Manetener esa apuesta siempre al límite no es nada sencillo, y en “Toro salvaje” Scorsese lo hizo, y por supuesto ganó. Es una lástima que a partir de cierto momento renunciara a seguir de lleno en este apasionante doble o nada. Sus películas posteriores, sin excepción, serían mucho más convencionales, aunque aún sería capaz de, dentro de estos nuevos parámetros, hacer grandes cosas como “Jo, qué noche”, “Uno de los nuestros”, “La edad de la inocencia”. Eso sí, después de “Casino” no reconozco en él nada de lo que me gustaba en su estilo, que se ha convertido en una autocaricatura, una fórmula que genera productos perfectamente estandarizados y sin ningún sabor ni aroma. Es decir, justo lo contrario de “Toro salvaje”.
jueves, 18 de noviembre de 2010
Copia certificada: Kiarostami a medio cocer
El nombre de Abbas Kiarostami, uno de los grandes directores de cine surgidos en el mundo en los últimos treinta años, debería ser motivo suficiente para llevarnos a las salas. Incluso cuando, como ocurre esta vez, presenta una propuesta a medio cocer.
“Copia certificada” empieza muy bien, continúa con altibajos y termina generando un cierto sentimiento de frustración en el espectador. La reflexión sobre la diferencia entre el original y su copia, sobre las cualidades intrínsecas de la reproducción, en el arte y en la vida, resulta a veces demasiado discursiva, a pesar de que algunos recursos dramáticos puestos en acción consiguen evitar casi siempre el tedio. Por otro lado, su salto narrativo y de tono, que divide la película en dos mitades como ocurría por ejemplo con “Mulholland drive” de David Lynch o “Tropical malady” de Apichatpong Weersaethakul, y que como ellas obliga al espectador a replantearse lo visto hasta el momento para enfrentarlo a cuanto ha de presenciar a continuación, no carece de atractivo aunque también presente ciertos signos de convención que le restan efectividad. Sin embargo, la capacidad de Kiarostami para componer el plano, para ofrecer momentos que combinan la verosimilitud naturalista con una cualidad digamos espiritual, se mantiene intacta y brilla en momentos como las conversaciones entre los protagonistas en la mesa de un restaurante, en un pequeño café, en un coche en movimiento. Luego están, claro, los primeros planos dispensados a Juliette Binoche, que recibe ni más ni menos que el tratamiento que merece, es decir, el de una estrella dotada de una fotogenia arrolladora. Binoche está fantástica en cada minuto de la cinta: haría falta ser de piedra –o bien llamarse Gérard Depardieu- para no sucumbir a su encanto. Se comprende el premio de interpretación recibido en Cannes por esta película imperfecta pero a menudo cargada de vida, y sobre todo de una notable sofisticación.
NOTA: El sencillo pero muy bonito (y muy francés) vestuario que Bioche viste en pantalla es obra de Albert Elbaz para Lanvin. No está mal para un director de cine iraní que a menudo ha sido tratado con cierta displicencia como supuesto representante de una forma de arte y una estética intrínsecamente tercermundistas.
lunes, 15 de noviembre de 2010
De Berlanga
Por si hay alguien que no se ha enterado todavía (cosa que dudo), acaba de morir Luis García Berlanga, director español de cine con muchísimo predicamento dentro de nuestras fronteras y prácticamente ninguno fuera de ellas. Entre las cosas que se han dicho, destacaría la afirmación de Alex de la Iglesia, según la cual Berlanga era más grande que John Ford o que Dreyer (pues vale), y la de Juan Cruz, que hablaba en una columna del El País de “ese hallazgo suyo del plano secuencia”, como si los planos secuencia no llevaran utilizándose desde los tiempos del cine mudo. Berlanga ni siquiera fue el primer director que hizo del plano secuencia su sello de fábrica. Dejémoslo en que sabía hacer un buen empleo de este recurso.
En realidad, Berlanga dirigió dos grandes películas "Plácido” y “El verdugo”), una muy buena (“La escopeta nacional”), unas cuantas bastante agradables de ver, alguna más aburridilla y también otras más bien lamentables. Coincido con Carlos Boyero (hecho increíble) en que sólo por las dos primeras ya merece cierta gloria, pero sería bueno no sacar las cosas de quicio al respecto. Lo que sí es cierto es que Berlanga es el director español que más ha influido en los cineastas de su propio país (a los de fuera no les ha influido en absoluto, porque no lo conocen), pero, con la excepción de Almodóvar, ninguno de sus muchos discípulos ha llegado a hacer gran cosa con la herencia recibida, lo que es una lástima. Quizá Fernán-Gómez en sus mejores momentos. O Francisco Regueiro, que dirigió a finales de los 70 alguna cosa berlanguiana bastante interesante, como la insólita “Duerme, duerme, mi amor”. Y, siendo generosos, el Fernando Trueba de “Opera prima”, “El año de las luces” y “Belle époque”. Poco más hay de rescatable.
El pasado domingo, La 2 de TVE emitió un pesadísimo y complaciente documental llamado “Por la gracia de Luis”, donde lo que se hacía básicamente era entrevistar a gente que decía una y otra vez lo genial que era el director valenciano, sin que nunca quedara demasiado claro en qué se materializaba esta supuesta genialidad. Bastante más sustancioso se prevé el homenaje que se le rendirá esta noche en el mismo canal, que dedica su prime time a la magnífica “Plácido”. Disfrutar de la que posiblemente sea la pieza más redonda de Berlanga me parece el mejor homenaje que se le puede rendir al difunto. Al menos yo no pienso perdérmela.
domingo, 14 de noviembre de 2010
Pionero audiovisual
Crítica que publiqué hace unas semanas.
El gasteiztarra Artium dedica una exposición al artista audiovisual Jaime Davidovich, que irrumpió en la escena artística neoyorquina de los 70 y 80 con The Live! Show, un apasionante experimento televisivo que se apropiaba de las constantes formales habituales en los mass media con un enfoque de distancia irónica, mientras ofrecía contenidos de cierta enjundia temática acerca del medio artístico. El resultado abría el camino de una curiosa fusión entre underground y mainstream que, lamentablemente, no muchos han transitado después.
Pionero audiovisual
Aunque no puede decirse de él que se haya una celebridad como otros de sus compañeros de generación y experiencias underground, el artista argentino Jaime Davidovich (Buenos Aires, 1936) es sin duda un personaje “importante”, en el sentido de que ha alcanzado un lugar indiscutible en la historia de la construcción de la imagen en los medios audiovisuales. Fuertemente influido por el icono pop avant la lettre de Eva Duarte de Perón, figura omnipresente en la Argentina de los años 40 (periodo clave que coincidió con la infancia del artista), Davidovich sería después capaz de destilar del mito viviente toda su esencia teatral, sobre la que erigir un lenguaje audiovisual dirigido tanto a las masas como a las elites.
Tras formarse como artista en su país natal y en Uruguay, se asentaría en Nueva York, donde completó su formación y desarrolló su carrera profesional. Inicialmente interesado por la pintura (e influido por el expresionismo abstracto, sobre todo), pronto se aproximó a las vías iniciadas por el surcoreano Nam June Paik con el uso de la cámara de vídeo portátil con finalidades expresivas, y se sumó al reducido grupo de los pioneros del vídeoarte a principios de los años 70, primero a través de obras en formato monocanal, para después progresar hacia el campo de la vídeoinstalación, estructuralmente más compleja. Estos trabajos, junto con sus tape projects -cuadros e intervenciones en espacios diversos realizados mediante el empleo de la cinta adhesiva- lo convertirían en un creador relativamente reconocido en la época.
Pero Davidovich debe la mayor parte de su significación al paso decisivo que dio al abrazar con entusiasmo el medio de la televisión por cable, en la que intuyó todo tipo de posibilidades para la difusión del arte contemporáneo. Así, fundó una institución llamada Artists Television Network, desde la que produjo, bajo el epígrafe SoHo Television, una programación que representaba un rico y variado compendio de vídeoarte, música, performances y encuentros con artistas, y que operó entre la segunda mitad de los 70 y la primera de los 80, en plena efervescencia de la escena artística neoyorquina. En este contexto tuvo particular repercusión su The Live! Show, que bajo su convencional formato cercano al magazine ofrecía un contenido vanguardista e incluso políticamente corrosivo, si se terciaba. El propio Davidovich aparecía ente los espectadores tras la personalidad de un alter ego llamado Dr. Videovich, supuesto estudioso de los efectos adictivos de la televisión. Ocasionalmente, ofrecía a los telespectadores sus lecciones de arte, en las que se explicaba cómo emplear las técnicas tradicionales (y también algunas más modernas) en el dibujo u otras disciplinas artísticas. Con su curioso acento porteño al hablar en inglés y su tópica indumentaria de artista de manual, armado de tanto sarcasmo como jovialidad, el Dr. Videovich encarnaba al perfecto presentador posmoderno, un animal televisivo de primer orden en el que la ironía nunca rozaba el territorio del cinismo.
El principal valor de la idea de Davidovich consiste en no rechazar, sino en asumir sin complejos la naturaleza kitsch del medio televisivo, las claves de su codificación perfectamente cerrada y definida, para deslizar unos contenidos más libres y sofisticados de lo habitual. La palabra precursor se le podría aplicar sin alzar la voz, si no fuera porque, por desgracia, sus seguidores no han sido demasiados, una vez superada cierta contaminación del mainstream televisivo por la creatividad underground en los años 80 del pasado siglo. En todo caso, vista hoy, la obra televisiva de Davidovich presenta un atractivo perfil de rareza, y sobre todo despierta la añoranza ante lo que la televisión podía haber sido pero que sabemos bien que nunca llegó a ser.
La exposición dedicada a Davidovich por el Artium consigue ilustrar todo esto con su habitual competencia. Así, asistimos en esta “Morder la mano que te da de comer” a una selección representativa de mejores momentos de The Live! Show entre 1978 y 1984, que se complementan con objetos ilustrativos. Particular interés poseen el fragmento “Videokitsch Commercial” (1982) del microespacio “Video Shop”, que ofrece un delirante muestrario de objetos relacionados con la cultura televisiva, que además son expuestos junto al propio monitor de televisión. Por su carácter de documento sobre el medio artístico en la época, también destaca “Outreach: The Changing Role of the Art Museum”, parodia en la que varios tertulianos discuten sobre el papel de los museos arte. Por fin, las entrevistas con artistas de primera línea como Vito Acconci, Laurie Anderson o John Cage se distinguen por la peculiaridad de su formato. También se reserva un amplio espacio para las intervenciones con cinta adhesiva de los tape projects, incluidos varios sobre monitores de televisión que anticipan lo que está por venir en el universo de Davidovich.
Como recordatorio de las vastísimas posibilidades de la televisión en un momento en que –como predijo el propio Davidovich- proliferan los canales pero los contenidos lucen con orgullo su lamentable inanidad, la exposición del Artium merece que se le preste toda la atención. Quizá haya alguien que tome nota y sea capaz de abrir las puertas a un mejor panorama en el futuro. La esperanza, dicen, es lo último que se pierde.
martes, 9 de noviembre de 2010
Otra fobia más
El otro día leía en “El País Semanal” una entrevista bastante poco interesamnte a la dramaturga Angelica Liddel, que últimamente disfruta de cierta fama gracias a sus obras teatrales, que han despertado un revuelo moderado, como hoy es casi todo. En la entrevista, Liddel, que al parecer es aficionada al fútbol, admitía su aversión por Josep Guardiola, el entrenador actual del FC Barcelona.
Seguro que con esto me busco montones de enemigos, porque me consta que al susodicho lo venera muchísima gente –incluso alguna a la que el fútbol no le interesa demasiado-, pero lo cierto es que yo al señor éste tampoco lo trago. Su afectada y teatral humildad, sus maneras graves y circunspectas para hablar de un puñetero partido de balompié como si estuviera desvelando la fórmula para la salida de la crisis económica mundial o la esencia del pensamiento kantiano, me ponen de los nervios. Esa parsimonia en el discurso, esa mirada intensa, esa firmeza vocal combinada con un extraño y denso soniquete, como si acabara de despertarse de una siesta, casi me hacen contemplar con cariño a los zafios habituales del mundo futbolístico, a toda esa caterva de comentaristas histéricos, jugadores iletrados y presidentes con trazas de puteros. Al menos ellos no parecen presentar la ambición de hacerse pasar por lo que no son, es decir, por intelectuales de césped y puntapié. En fin, decid lo que queráis, pero no se puede comparar la inofensiva memez de un Maradona con las atacantes maneras de aprendiz de catedrático de este Guardiola. Si la versión 2.0 del entrenador mediático es ésta, yo prefería la antigua, que si algo poseía era la virtud de la autenticidad.
Quién vive ahí
Otra de las grandes cimas del kitsch televisivo español contemporáneo: “Quién vive ahí”, programa de La Sexta en el que unos pobres incautos enseñan su casa, generalmente por dos únicos motivos que pueden presentarse individualmente o en concurrencia: a) Porque de verdad están orgullosos de ella, y quieren que todo el mundo la conozca, y b) Porque lo que quieren es deshacerse del inmueble a toda costa, y el programa les sirve de plataforma publicitaria gratuita de cara a los potenciales compradores.
El programa en sí no tendría nada de especial, si no fuera por el hecho de que la mayor parte de lo que se ve en él son unas casas espantosas, decoradas con un mal regocijante mal gusto, lo que prueba una vez más que hay por ahí mucho pan acumulado en manos de quien no tiene un solo diente. También demuestra la desvergonzada incultura de la sociedad española: es bastante habitual que en las casas exhibidas haya docenas de aparatos de televisión (hasta en el cuarto de baño, he llegado a verlos), pero que no se atisbe un solo libro. Antes –en los tiempos de mis padres, sin ir más lejos- por lo menos la gente pensaba que el libro era un elemento que imprescindiblemente debía de estar presente en un hogar que se preciara, incluso aunque ninguno de sus habitantes tuviera la menor intención de leerlos. En los años 60 y 70 se vendieron colecciones enteras de tomos por metros, y las enciclopedias (mítica Durvan de lomos de color verde-escritorio-bancario) hicieron su agosto. En los tiempos de la wikipedia, en cambio, ¿quién en su sano juicio se compraría una pesada enciclopedia?
En la vida real, he visto casas infinitamente más bonitas y especiales que las que aparecen en este programa. Y a menudo (no siempre, claro) sus propietarios eran personas sin recursos económicos particularmente elevados. No siempre contienen libros, pero lo que puedo asegurar es que al menos se aprecia en ellas un mínimo sentido de la armonía, el equilibrio y la elegancia. Cosa que rarísima vez podemos ver en “Quién vive ahí”.
viernes, 5 de noviembre de 2010
Viridiana: ver para creer
El diario ABC entrega cada domingo a los lectores que estén dispuestos a desembolsar un euro extra una película española. El ciclo resulta de lo más heterogéneo, ya que mete en el mismo saco una peli de Lina Morgan, una de Ozores, una de Berlanga y una de Buñuel. Hace un par de fines de semana tocó nada menos que mi película favorita, “Viridiana”, del director aragonés. Aún no he abierto el celofán del DVD: confieso que la perspectiva del reencuentro me intimida.
No exagero cuando digo que, siendo adolescente, vi “Viridiana” más de una veintena de veces, en una copia de vídeo VHS. No sabría decir con precisión lo que me fascinaba de ella, pero desde luego algo había. Como un niño cuando su padre le lee un cuento que conoce perfectamente, disfrutaba con cada réplica de un actor, con cada encuadre de la cámara, con cada minuto de su metraje, que sucedía del modo esperado y consabido.
Aunque está considerada de manera más o menos universal como una obra maestra, que ganó la única Palma de Oro de Cannes en la historia concedida a un director español, también tiene sus detractores. La principal (quizá la única) acusación seria que se le ha dirigdo es que presenta algunos simbolismos visuales de contenido religioso algo evidente, acusación que encuentro absurda. Incluso en sus momentos de mayor tosquedad, Buñuel jamás se permitió resultar evidente; críptico tampoco, por fortuna. Una corona de espinas ardiendo, un crucifijo-navaja, un tableau-vivant de La Última Cena son imágenes de una intensa fuerza gracias tanto al modo en que se escenifican como por los resortes subliminales que despiertan, pero que difícilmente pueden asociarse a una interpretación única o banal. Por otro lado, su protagonista, la maravillosa Silvia Pinal, representa un perfecto maridaje entre la crispante estupidez y el encanto más irresistible. Pero, por encima de todo, están los actores que interpretaban a los mendigos, sin duda uno de los mejores castings de la historia del cine. Mezclando actores profesionales (como Lola Gaos o María Isbert), aficionados e indigentes de verdad, Buñuel creó un grupo humano extremo de una verosimilitud asombrosa, como creo que nunca se ha vuelto a conseguir.
Por último, me gustaría mencionar que no es casual que las películas que Buñuel rodó en España, como esta “Viridiana”, sean algunas de sus mejores obras. Buñuel era al mismo tiempo español y extranjero, y eso le aportaba una rarísima combinación de conocimiento y distancia, pasión y lucidez, naturalismo y surrealismo. Creo que hay pocas películas que representen tan bien a la propia España como “Viridiana”. Lo que nuestro país era entonces (se filmó en los años 60) y lo que, mayoritariamente, nunca ha dejado de ser. “Viridiana” es el mejor equivalente contemporáneo de algunas obras de Goya. Una de las obras maestras más ricas y peculiares en las que puedo pensar.
Diré más: hay que verla para creerla.
martes, 2 de noviembre de 2010
Ántes que todo: utopías en Móstoles
Crítica de arte que publiqué el pasado mes:
Antes que todo
Centro de Arte Dos de Mayo – CA2M (Móstoles)
Del 18 de septiembre de 2010 al 9 de enero de 2011
Los comisarios Manuela Moscoso y Aimar Arriola son los artífices de una exposición que se centra en las expectativas, lo utópico y el transcurso del tiempo para dibujar un personal panorama del estado del arte a nivel estatal. El recientemente inaugurado Centro de Arte Dos de Mayo es el marco de una propuesta que presenta algunos sesgos pero que también incluye numerosos puntos de interés.
Utopías en Móstoles
Inaugurado hace poco más de dos años, y ubicado en un emblemático edificio de la población madrileña de Móstoles, el Centro de Arte Dos de Mayo es una propuesta sin duda loable y ambiciosa. Su principal objetivo es difundir el arte contemporáneo entre un público amplio, para lo cual establece una completa programación de exposiciones individuales y colectivas de artistas consagrados o emergentes, incluyendo una muestra rotatoria de los fondos propios la Colección de Arte Contemporáneo de la Comunidad de Madrid, que comprende más de 1.500 obras. Recordemos, entre los ejemplos más afortunados, la exposición de vídeoarte “Gustos, colecciones y cintas de vídeo” (2008), “Auto. Sueño y materia” (2009) o “Fetiches críticos. Residuos de la economía general” (2010). Asimismo, “Light years”, de Cristina Lucas, que mencionábamos recientemente en estas mismas páginas con motivo de su presentación en el museo Carrillo Gil de México, pudo verse antes en Móstoles, como “Cisnes y ratas”, de los siempre interesantes catalanes Marc Vives y David Bestué. Todo esto se complementa con actividades no expositivas, incluyendo conferencias, debates, talleres o ciclos de proyecciones, que aportan lustre y dinamismo al centro. Podría alegarse que tanta actividad quizá no haya tenido el impacto deseable en la sociedad: en efecto, no puede hablarse precisamente de una afluencia masiva de público, lo que se ve favorecido por la potentísima tendencia centrípeta de la actividad cultural en la región madrileña, pero tal vez se trate únicamente de una cuestión de tiempo. Al fin y al cabo, Móstoles está perfectamente comunicada por tren y metro con el centro de Madrid, desde donde el viaje puede realizarse en poco más de media hora.
En todo caso, como señalamos, la ambición del CA2M no es poca, y esto ya es una buena noticia. Lo prueba la inauguración de “Antes que todo”, exposición comisariada por Aimar Arriola (Markina, 1976) y Manuela Moscoso (Bogotá, 1978) que ocupa las cuatro generosas plantas del espacio expositivo del centro con la obra de 56 artistas, y que pretende ofrecer un panorama amplio y carente de dogmas sobre el presente del arte en el Estado español. Más interesados –según se afirma en el folleto informativo de la muestra- por las alianzas sintéticas surgidas ad hoc entre los autores que por las naturales supuestamente preexistentes, Arriola y Moscoso articulan un completo espacio de interrelaciones. Por lo que se refiere a la nómina de creadores seleccionados, resulta difícil no advertir el sesgo derivado de la mayoritaria presencia de nombres vascos y catalanes. En todo caso –aunque sin duda no están todos los que son-, no puede decirse que falten algunos de los nombres más recurrentes en cualquier revisión de la escena contemporánea estatal: entre ellos, los mencionados Bestué / Vives junto a Jon Mikel Euba, Carles Congost, Adrià Julià, Asier Mendizabal, Itziar Okariz, Esther Ferrer, Juan Pérez Agirregoikoa, Sergio Prego, Azucena Vieites o Txomin Badiola. De éste último, se obtiene un interesante complemento respecto a la exposición actual en la galería de Soledad Lorenzo sobre la que ya tratamos en estas mismas páginas hace unos días, al mostrarse más resultados de los ejercicios planteados y desarrollados en el marco del Primer Proforma del MUSAC.
Curiosamente, los artífices de “Antes que todo” afirman que la exposición se articula en torno a la noción de “expectativa”, por lo que es de esperar que forme parte del juego el levantamiento de tales expectativas con la ambiciosa –por amplia- definición conceptual del proyecto. A la hora de la verdad, lo que aporta a la propuesta la mayor parte de su interés es el modo en que las múltiples derivaciones que el concepto de la utopía han inspirado a muchos de los artistas concurrentes. En los mejores casos, se logra transmitir ideas interesantes con cierta garra visual, como ocurre con los fotógrafos Red Caballo, cuyas imágenes en los que los cuerpos se debaten en prolijos entornos urbanos presentan, sin alzar mucho la voz, algo muy parecido a un mosaico de la globalización. A su manera, también las acuarelas de Juan Pérez Agirregoikoa que deconstruyen el personaje de Nicolas Sarkozy desde el tupé hasta las alzas de los zapatos oponiendo su figura a una serie de textos y citas de Mao, André Breton, Foucault, Claudel o Pessoa giran en torno a esta cuestión, al declinar en pavorosa encarnación individual la aspiración utópica colectiva. Los diferentes dispositivos de medición seleccionados por Ignasi Alballí y diseminados por todo el espacio expositivo parecen también aludir a la naturaleza inmaterial de las quimeras, mientras que en el audio “Mucho, poco o nada”, de Tamara Kuselman, las clásicas preguntas de un test de personalidad convierten casi en objeto kistch toda una ciencia destinada a reducir la compleja psicología humana a una serie de categorías preestablecidas. Por fin, y hablando de kitsch, habría que destacar también a Carles Congost, que aplica los códigos publicitarios corporativos al tema de las exposiciones, el mecenazgo y el papel residual del propio artista dentro del teatro del mundo del arte, en un vídeo tan perspicaz como malévolo.
La cita de Móstoles no ahorra los estímulos, incluso aunque el conjunto de su propuesta pudiera resultar algo difuso o limitado. Sería reconfortante que el público respondiera a la llamada, de manera que el Centro de Arte Dos de Mayo incrementanse el número de sus fieles.
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