jueves, 25 de noviembre de 2010

Pasión


No todos los días se tiene acceso a una obra maestra. Ojalá.

El Círculo de Bellas Artes –que es, por cierto, uno de mis lugares favoritos de Madrid: creo que es imposible sentirse angustiado o verdaderamente deprimido en su interior- ha programado, con la excusa de un homenaje a Walter Benjamin, un ciclo compuesto de un puñado de piezas magistrales del cine mudo. La más publicitada es la última versión de “Metropolis” de Fritz Lang, quizá la película silente más conocida y apreciada por el mainstream desde que en los 80 se estrenara una criminal versión coloreada, con música de Giorgio Moroder y Freddie Mercury. Pero la gran joya del ciclo era, para mí, “La pasión de Juana de Arco”, de Dreyer.

Ver esta “Juana de Arco” en 2010, en una sala de cine decente, es un lujo al que nadie debería renunciar. Cada plano de esta película podría ser considerado en sí mismo una obra de arte, y la sucesión de todos ellos deja al espectador aún más mudo que la propia cinta. Aquí se cumple perfectamente la aspiración que en mi opinión debería tener toda película que vea la luz, y es la de hipnotizar al espectador mediante el empleo único y exclusivo de las imágenes. El arte de Dreyer es, en efecto, una derivación de la hipnosis, y aquí la depliega con una seguridad pasmosa. Por otra parte, hoy en día, cuando el cine resulta casi siempre un modo de expresión prematuramente maduro, en el que la experimentación casi parece haber perdido toda apreciación del público en general y los expertos, en el que todos tenemos muy clarito qué puede y no puede hacerse cabalmente, la radical apuesta dreyeriana resulta –es de esperar- infinitamente más revolucionaria de lo que fue en su mismísima fecha de estreno. Para quienes no la hayan visto o no sepan gran cosa de ella, diré que toda ella está formalmente basada en los primeros planos, que hay escasísimos planos de conjunto o tomados con cierta distancia, casi todos ellos breves pero muy expresivos travellings laterales. El rostro humano casi siempre ocupa toda la pantalla (a menudo desde unos ángulos y en unos encuadres inimaginables por cualquier director sensato), y detrás de él no hay otra cosa que una blancura deslumbrante, que remite tanto a la luz divina como a la propia pantalla de cine, vacía de imágenes. Por otra parte, el guión sigue paso por paso la transcripción oficial del proceso seguido contra la doncella de Orléans, un tema sobre el papel más bien árido, pero que por obra y gracia de Dreyer se convierte en el más apasionante del mundo.

La interpretación de la actriz protagonista, Renée (Maria) Falconetti –a la que después no se volvió a ver en una pantalla- sólo puede calificarse de alucinante, porque se presenta ante el espectador con la cualidad al mismo tiempo patente y movediza de una alucinación. Cada vez que una lágrima rueda por su mejilla, cada vez que sus labios se contraen ligeramente o que sus ojos se elevan reproduciendo los signos típicos de la iluminada, el espectador queda arrollado por la emoción. Al menos, este expectador.

Quien no ha visto “La pasión de Juana de Arco” en una sala oscura no sabe lo que de verdad puede ser el cine. O, mejor aún, lo que de hecho es.

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