miércoles, 5 de mayo de 2010

Taxis y autobuses


Voy a decir algo que va a sonar extraño: me atraen el ascetismo y la mortificación. Mi sentido común me asegura que esto es absurdo, y que lo lógico y razonable es preferir ante todo una existencia colmada de placeres y comodidades, que el sacrificio per se nada aporta, pero qué le vamos a hacer: detecto en mí una peligrosa tendencia a la renuncia. Pensaba en esto hace poco, viendo por televisión la película “Camino”, que como es bien sabido presenta varios personajes del Opus Dei, secta católica profusamente implantada en nuestro país (y en muchos otros, claro): en una secuencia que me dejó arrebatado, una joven numeraria que debe apresurarse para llegar a tiempo al hospital donde su hermana agoniza, decide no viajar en un cómodo –y sobre todo, rápido- taxi, sino en transporte público. Durante el trayecto en autobús, además, renuncia a sentarse. Minutos antes hemos visto que acostumbra a introducir piedrecitas en sus zapatos a modo de autocastigo. Esta conducta que sin duda repugna a mi raciocinio, también me fascina a un nivel irracional. Por otro lado, siempre he creído que ambas tendencias, la hedonista y la ascética, conviven en todo ser humano, y que son ciertos factores congénitos y ambientales los que terminan inclinándonos en un sentido u otro. En fin.

Todo esto para explicarme el motivo de que, en cuestiones puramente visuales, mi admiración suela dirigirse hacia algunos de los directores que han hecho del despojamiento su sello de fábrica. Si pienso aquéllos a los que considero los grandes maestros del cine de todos los tiempos, tiendo más bien a Dreyer (¡"Ordet"!), a Bresson, a Ozu, a Ford, a Kubrick incluso, autores que aplicaban un perfecto control de los elementos que aparecían en el plano y, sobre todo, un rigor absoluto en el uso de la cámara, que en ellos suele permanecer fija o, cuando se mueve, lo hace en base a movimientos perfectamente precisos y muy estructurados de grúa, panorámicas o austeros travellings. A su manera, y contra lo que pueda parecer, creo que por lo general Hitchcock también pertenece a esta escuela. Bergman y Buñuel no tanto, aunque sean mis autores favoritos: sin embargo, no hay en su cine espacio para la frivolidad o lo superfluo; su estilo es de una implacable eficacia narrativa y expresiva. Luego están los autores digamos poéticos (Mizoguchi, Tarkovski, Ophüls, Vigo, Renoir, Murnau, etc), que también me gustan mucho -me he referido a ellos en varias ocasiones en este mismo blog-, y que de banales tienen muy poco, aunque es cierto que suelen inspirarme una admiración más sosegada. Una de las pocas excepciones a la norma que admito es, curiosamente, el italiano Luchino Visconti, cuya ampulosidad en cierto sentido gratuita me subyuga casi siempre.

Supongo que Visconti encarna el lado de mi personalidad que tomaría un taxi para hacer una visita, y se quedaría tan ancho.

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